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De La Chaparrita me gusta que, estando en un barrio tan pijo como el mío, la gente con la que suelo coincidir allí sea gente corriente: familias ruidosas, mexicanos nostálgicos, parejas acarameladas…

Me gustan sus paredes lilas, anaranjadas y amarillas, sus salvamanteles de yute y la barra donde me invitan a un Nestea cuando espero comida para llevar.

Me encanta muchísimo que tanto el dueño, dos metros de amabilidad mexicana, como el camarero, mexicano también y de sonrisa perfecta, me reconozcan siempre que voy y me llamen señorita :cool:

Y, por supuesto, me encanta la carta, al menos la parte que he probado: los frijoles con crema, las flautas de patata, el sope callejero, los tacos de raja de chile poblano, las quesadillas de flor de calabaza (cuando las tienen), los tamales de verdurita y los de raja; y, psssí, vale… los crepes de dulce de leche, los margarita y los chupitos de tequila 😀 .

Cuando voy a La Chaparrita me gusta pillar la mesa que está junto a la ventana o, en su defecto, la que hay en la esquina del fondo. Me gusta pedir cosas para compartir y luego algo más para cada uno, y si es de noche, salir de allí con ese puntito que me hace ir riéndome discretamente por la calle aunque sin llegar a potar por las esquinas.

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Del Duplex me gusta que por fin sé llegar sin perderme. Y sólo me ha llevado 6 años¡¡¡ 😀

Me gustan sus 3 plantas y me gusta no haber tenido que sentarme nunca en la del medio. Me gustan sus camareros, que suelen ser guiris como la clientela, y la música que suelen poner.

Y me gusta su carta, ofkórs: me encantan los champis con soja, los cubos de camembert frito con salsa de arándanos, las croquetas de espinaca, la cazuelita de provolone, las patatas al vino dulce…

Cuando voy al Duplex me gusta sentarme en una de las mesas de arriba que dan a la barandilla, o en la mesa de abajo que hace rincón, mirar la carta como si no supiera qué voy a pedir y observar al camarero acercarse con la primera jarra de sangría. Y es que, al pan, pan,  la sangría del Duplex me encanta tantísimo que creo que es el único restaurante del mundo en el que, cuando voy, como fruta 😎

Y tanto si son las 4 de la tarde como las 10 de la noche, me encanta salir de allí habiendo dedicado no menos de una jarra a brindis varios, riéndome de todas las chorradas que he ido acumulando mientras estaba dentro y haciendo eses por el empedrado de vuelta a casa.

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Lo malo del Porta Rossa es aparcar… pero como a mí siempre me dejan en la puerta, lo soporto con resignación 😎

Lo bueno del Porta Rossa es TODO lo demás, y todo lo demás incluye a los dueños -un italiano, muy italiano, y un español, encantadores ambos-, a los camareros, la decoración del local, las servilletas de tela…

La carta del Porta Rossa es sencillamente alucinante. No hay ni un solo plato al que se le pueda poner un pero, desde los antipasti – esa ensalada de calabacín con parmesano y trufa, los cornetti de espárragos con crema y, mi entrante favorito, la melazane alla parmigiana-  hasta los platos principales – los ravioli rellenos de muselina de setas con salteado de piñones, romero y nata están pa’cantarles. Eso sí, conviene dejar hueco para los postres. Salir de allí sin probar la panna cotta al caramelo, independientemente de lo lleno que estés, es imperdonable.

Cuando vamos al Porta Rossa, porque al Porta Rossa solemos ir los 4, me gusta elegir una mesa que quede junto a alguna pared y sentarme junto a Paula, dejando a los chicos enfrente. Me gusta comerme la mini pizza que me toca cuando aún quema, antes de que mi hija me la quite como hace con la de Nacho. Me gusta  jugar con los grissini, ponérmelos a modo de bigote súper largo y utilizarlos luego para coger las aceitunas.

Y me gusta que, antes de irnos, alguno de los dueños se acerque para ver qué tal estaba todo y nos sonría y nos ofrezca un limoncello y nos diga que espera vernos pronto por allí.

Y llegar luego a una casa con un sofá destrozado y sin lámparas, porque ahorrar para comprar las que a mí me gustan significaría ser hormiga y ser hormiga implicaría renunciar al presente que son  las mesas para dos (o para cuatro) en las que hartarme de comer y brindar con aquellos a los que quiero.

Y esa renuncia, al menos para alguien como yo, es inconcebible… Porque las mesas para dos son la pura esencia de la felicidad inmediata. Y a fin de cuentas ésa es la única felicidad que podemos concebir las cigarras.