Si para todo hay término y hay tasa
y última vez y nunca más y olvido
¿quién nos dirá de quién, en esta casa,
sin saberlo nos hemos despedido?
(‘Límites’ de J. L. Borges)

Dejo aquí las bolsas, échales tú un ojo ¿vale? ¿Qué te traigo? ¿Coca-Cola Light?

Light no, cero. 

¿Pregunto si tienen pasteles sin azúcar y te tomas uno? No se lo decimos a papá ni a mi hermano, no te preocupes.

No, déjalo… – dice con la boca chica.

Y recuerdo aquel amanecer nublado en que, al volver de la playa, Nacho y yo fuimos al bar que hay junto al antiguo polideportivo y aparecimos por casa con un papelón de churros para cuatro y chocolate para ella. Y en que hacía mucho que no veía a nadie tan feliz como a mi madre mojando, bajo la mirada desaprobadora de mi padre, aquella masa frita en el chocolate aún caliente y llevándosela a la boca como si se la fueran a quitar.

Lo que no recuerdo, por más que lo intente, es el momento exacto en que comencé a distanciarme de mi madre. El momento en el que tomé partido por mi padre sin escuchar su versión de la historia. De su historia. El momento en que decidí que no sabía qué quería ser en la vida salvo, y esto lo tenía muy claro, no parecerme a ella. Y comencé a aborrecer, con una constancia y minuciosidad que no he sabido aplicar a nada más en los 47 años que tengo, todo lo que irremediablemente asociaba a esa mujer que casi pierde la vida tras darme a luz: las clases de historia, las berenjenas, el color amarillo, las barras de labios, el carnaval, los pendientes.

Entro en la cafetería y repaso el expositor de helados y el de pasteles con la esperanza de que tengan algo para diabéticos.  Finalmente me rindo y pregunto a la dependienta, una rubia alta, con moño apretado y sonrisa abierta, que me confirma que no, cariño, que sin azúcar no tenemos nada. Pues ponme una Cola zero y un café solo, gracias. Estamos sentadas en una de las mesitas de fuera. Y salgo a la calle donde mi madre se abanica exhausta tras nuestra pequeña excursión por las tiendas del centro. De espaldas a la puerta, y antes de entrar en su campo de visión, observo el extraño arcoiris que forma cuando la ves en conjunto: pelo corto anaranjado por el sol, párpados de un verde pálido, labios entre rojo y fucsia, pendientes amarillos, collar dorado, camisola amarilla, pantalón blanco con flores verdes, naranjas y lilas, y calcetines, amarillos también, asomando tras las tiras de unos zapatos plateados que soportan sus cerca de 90 kilos de peso.

No tenían nada sin azúcar, mamá, lo siento, le digo como si no hubiera escuchado su negativa anterior. Y me siento a su derecha liberándola de la vigilancia de las bolsas de ropa que se ha empeñado en regalarme. Y mientras nos tomamos lo que hemos pedido, la escucho contar anécdotas de la playa, historias de mis tías y cotilleos sobre amigas que, salta a la vista, no le caen demasiado bien. A cambio yo le hablo de Claudia, de María, de Alicia, de Maca, a la que aún no conoce, de que Chema se ha echado novia, de que Paula se va a apuntar a boxeo, de que a ver si este año podemos volver en carnavales… No le hablo de mi relación abierta con Nacho, ni de cómo aún me duele el pecho después de que me lo partieran por la mitad esta primavera, ni de la cantidad de cosas preciosas e inesperadas que me han pasado estos últimos meses. Tampoco ella pregunta. No pregunta con quién he estado hasta el amanecer todas esas noches en que me he quedado en su casa este verano. Ni cómo es que a la vejez me ha dado por hacer ejercicio o intentar sacarme el carné. Ni de por qué… Ni de cuándo…

Y me doy cuenta de que ésta es la primera vez, la primera en toda mi vida, en que salimos las dos solas a tomar algo. Y pienso en mi relación con Paula, en la de tardes que habremos salido de tiendas, al cine, a comer o a merendar por ahí, sólo chicas, y hemos aprovechado para ponernos al día sobre nuestras cosas, porque yo a mi hija hace mucho que decidí que no quería ocultarle quién soy. Y en cómo, en gran medida, la madre en que me he convertido está definida por la mujer que tengo al lado. E instintivamente echo mano de los pendientes que llevo casi a diario desde hace año y medio, cuando decidí perforarme los lóbulos y ponerme aros. Aros sencillos pero grandes, idénticos a los que los que le regalé la última vez que estuve en su casa, aunque nunca se los haya puesto.

Tampoco para ella es fácil, imagino. Quieras que no, no hace ni un año en que le pedí perdón, sin medias tintas, por tantas cosas. Por el desprecio, por las malas contestaciones, por no ponerme jamás de su parte, por ponerme, de hecho, de la de cualquiera antes que de la suya. Ni un año hace desde que le dije, por primera vez desde que era niña, que la quería.  El único te quiero, que yo recuerde, que lejos de fluir, fue doloroso y descarnado, como un parto sin epidural.

Después de aquello no he hecho más que contenerme. Morderme la lengua en momentos como éste para no decirle que, después de tantos años juzgándola y condenándola, ahora entiendo el porqué de aquella depresión que la hundió en la mierda. Que lo sé todo. Y que ojalá lo hubiese sabido antes. Y que ojalá lo hubiese sabido de su boca. Y son precisamente estos momentos los que peor llevo. Porque no puedo volver atrás y apoyarla. Decirle que no hace falta que deje su trabajo por nosotros. Que ningún hombre merece la pena si te hace renunciar a todo lo que amas para estar con él. Ni siquiera mi padre. Y hacerle la vida un poco menos difícil.

Entonces me consuelo pensando que, aunque me haya llevado tanto, demasiado incluso, al menos he llegado a tiempo para mirarla con otros ojos. Para ver en ella a la mujer que se cortó el pelo como un chico y llevó vaqueros cuando ninguna otra lo hacía, a la que sonreía en todas las fotos, a la que me explicaba latín e historia en la mesa de la cocina hasta las tantas, a la que se pasaba horas cosiendo para que yo tuviera más ropa de la que me podía poner, a la que me desenredaba el pelo al salir de la ducha, a la que sacaba libros de animales de la biblioteca de su colegio para que yo los leyera. A tiempo, quiero pensar, para que se sienta orgullosa de mí, o al menos de la parte de mí que he dejado que conozca.

Y que si esta tarde de septiembre, donde lo único que hemos hecho es ir de compras y tomarnos una Coca-Cola juntas y hablar de la vida de los otros en un bar del centro, fuera la última que compartiera con ella, habría sido una buena despedida.