La vida es bella.


Si para todo hay término y hay tasa
y última vez y nunca más y olvido
¿quién nos dirá de quién, en esta casa,
sin saberlo nos hemos despedido?
(‘Límites’ de J. L. Borges)

Dejo aquí las bolsas, échales tú un ojo ¿vale? ¿Qué te traigo? ¿Coca-Cola Light?

Light no, cero. 

¿Pregunto si tienen pasteles sin azúcar y te tomas uno? No se lo decimos a papá ni a mi hermano, no te preocupes.

No, déjalo… – dice con la boca chica.

Y recuerdo aquel amanecer nublado en que, al volver de la playa, Nacho y yo fuimos al bar que hay junto al antiguo polideportivo y aparecimos por casa con un papelón de churros para cuatro y chocolate para ella. Y en que hacía mucho que no veía a nadie tan feliz como a mi madre mojando, bajo la mirada desaprobadora de mi padre, aquella masa frita en el chocolate aún caliente y llevándosela a la boca como si se la fueran a quitar.

Lo que no recuerdo, por más que lo intente, es el momento exacto en que comencé a distanciarme de mi madre. El momento en el que tomé partido por mi padre sin escuchar su versión de la historia. De su historia. El momento en que decidí que no sabía qué quería ser en la vida salvo, y esto lo tenía muy claro, no parecerme a ella. Y comencé a aborrecer, con una constancia y minuciosidad que no he sabido aplicar a nada más en los 47 años que tengo, todo lo que irremediablemente asociaba a esa mujer que casi pierde la vida tras darme a luz: las clases de historia, las berenjenas, el color amarillo, las barras de labios, el carnaval, los pendientes.

Entro en la cafetería y repaso el expositor de helados y el de pasteles con la esperanza de que tengan algo para diabéticos.  Finalmente me rindo y pregunto a la dependienta, una rubia alta, con moño apretado y sonrisa abierta, que me confirma que no, cariño, que sin azúcar no tenemos nada. Pues ponme una Cola zero y un café solo, gracias. Estamos sentadas en una de las mesitas de fuera. Y salgo a la calle donde mi madre se abanica exhausta tras nuestra pequeña excursión por las tiendas del centro. De espaldas a la puerta, y antes de entrar en su campo de visión, observo el extraño arcoiris que forma cuando la ves en conjunto: pelo corto anaranjado por el sol, párpados de un verde pálido, labios entre rojo y fucsia, pendientes amarillos, collar dorado, camisola amarilla, pantalón blanco con flores verdes, naranjas y lilas, y calcetines, amarillos también, asomando tras las tiras de unos zapatos plateados que soportan sus cerca de 90 kilos de peso.

No tenían nada sin azúcar, mamá, lo siento, le digo como si no hubiera escuchado su negativa anterior. Y me siento a su derecha liberándola de la vigilancia de las bolsas de ropa que se ha empeñado en regalarme. Y mientras nos tomamos lo que hemos pedido, la escucho contar anécdotas de la playa, historias de mis tías y cotilleos sobre amigas que, salta a la vista, no le caen demasiado bien. A cambio yo le hablo de Claudia, de María, de Alicia, de Maca, a la que aún no conoce, de que Chema se ha echado novia, de que Paula se va a apuntar a boxeo, de que a ver si este año podemos volver en carnavales… No le hablo de mi relación abierta con Nacho, ni de cómo aún me duele el pecho después de que me lo partieran por la mitad esta primavera, ni de la cantidad de cosas preciosas e inesperadas que me han pasado estos últimos meses. Tampoco ella pregunta. No pregunta con quién he estado hasta el amanecer todas esas noches en que me he quedado en su casa este verano. Ni cómo es que a la vejez me ha dado por hacer ejercicio o intentar sacarme el carné. Ni de por qué… Ni de cuándo…

Y me doy cuenta de que ésta es la primera vez, la primera en toda mi vida, en que salimos las dos solas a tomar algo. Y pienso en mi relación con Paula, en la de tardes que habremos salido de tiendas, al cine, a comer o a merendar por ahí, sólo chicas, y hemos aprovechado para ponernos al día sobre nuestras cosas, porque yo a mi hija hace mucho que decidí que no quería ocultarle quién soy. Y en cómo, en gran medida, la madre en que me he convertido está definida por la mujer que tengo al lado. E instintivamente echo mano de los pendientes que llevo casi a diario desde hace año y medio, cuando decidí perforarme los lóbulos y ponerme aros. Aros sencillos pero grandes, idénticos a los que los que le regalé la última vez que estuve en su casa, aunque nunca se los haya puesto.

Tampoco para ella es fácil, imagino. Quieras que no, no hace ni un año en que le pedí perdón, sin medias tintas, por tantas cosas. Por el desprecio, por las malas contestaciones, por no ponerme jamás de su parte, por ponerme, de hecho, de la de cualquiera antes que de la suya. Ni un año hace desde que le dije, por primera vez desde que era niña, que la quería.  El único te quiero, que yo recuerde, que lejos de fluir, fue doloroso y descarnado, como un parto sin epidural.

Después de aquello no he hecho más que contenerme. Morderme la lengua en momentos como éste para no decirle que, después de tantos años juzgándola y condenándola, ahora entiendo el porqué de aquella depresión que la hundió en la mierda. Que lo sé todo. Y que ojalá lo hubiese sabido antes. Y que ojalá lo hubiese sabido de su boca. Y son precisamente estos momentos los que peor llevo. Porque no puedo volver atrás y apoyarla. Decirle que no hace falta que deje su trabajo por nosotros. Que ningún hombre merece la pena si te hace renunciar a todo lo que amas para estar con él. Ni siquiera mi padre. Y hacerle la vida un poco menos difícil.

Entonces me consuelo pensando que, aunque me haya llevado tanto, demasiado incluso, al menos he llegado a tiempo para mirarla con otros ojos. Para ver en ella a la mujer que se cortó el pelo como un chico y llevó vaqueros cuando ninguna otra lo hacía, a la que sonreía en todas las fotos, a la que me explicaba latín e historia en la mesa de la cocina hasta las tantas, a la que se pasaba horas cosiendo para que yo tuviera más ropa de la que me podía poner, a la que me desenredaba el pelo al salir de la ducha, a la que sacaba libros de animales de la biblioteca de su colegio para que yo los leyera. A tiempo, quiero pensar, para que se sienta orgullosa de mí, o al menos de la parte de mí que he dejado que conozca.

Y que si esta tarde de septiembre, donde lo único que hemos hecho es ir de compras y tomarnos una Coca-Cola juntas y hablar de la vida de los otros en un bar del centro, fuera la última que compartiera con ella, habría sido una buena despedida.

 

‘A veces deseo ser como mamá, que nunca tiene esa sensación de perderse algo, sensación que yo tengo tan a menudo y de forma tan dolorosa’ (A. Schorobsdorff, ‘Tú no eres como otras madres’)

La costa de Almería es azul, roja, verde. A veces también es blanca, como la playa de los Genoveses, y otras del color del trigo, o eso me han contado.

13680648_526884237510725_8450562148084086802_nY hay montañas que ocultan el mar para que pueda sorprenderte de repente, cuando coges una curva con un coche de juguete mientras suena White Buffalo. Y dunas que son trincheras. Y barcas viejas, comidas por la sal y por el olvido. Y matojos que parecen secos pero que resisten el viento y la ausencia de lluvia. Y cactus que sostienen como pueden a la única flor que darán en su vida. Y flores que se elevan desafiantes, como espadas contra el cielo. Y chumberas moribundas que se marchitan a ambos lados de la carretera sin que ni tú ni yo podamos hacer nada. Y camaleones que salvan su vida en las rotondas sólo para que yo los vea. Y casas cúbicas que cobran vida cuando tú hablas de ellas. Y palabras que evitan que uno se duerma al volante.

Y hay paseos marítimos llenos de gente que no puede vernos cogidos de la mano. Y puestos hippies donde venden cosas inútiles pero preciosas, en los que yo les compro algo a Nacho y a mi hija y tú a tu mujer. Y restaurantes con manteles de plástico que te llevan de vuelta a la infancia y en los que yo, que no he estado en ese pasado, como no estaré en ningún futuro tuyo, te escucho embobada desde este presente que no puede quitarme nadie. Porque si hay algo que me encanta muchísimo es oír historias bonitas de boca de personas a las que quiero.

Y hay pensiones cutres, con espejos en el techo y cabeceros naranjas y colchas que han amarilleado con el tiempo. Y colchones con sábanas de arriba que acaban a los pies de la cama. Y camas que acaban convirtiéndose en aguas internacionales.

13782258_527210604144755_3064625716341385018_nY desayunos en los que me entero de que eres de los que desechan la primera y la última rebanada del pan. Y flores fucsias que se arremolinan contra los bordillos de las aceras para recordarme que en menos de 3 horas estaré de vuelta en esa estación en la que tú me pondrás la mejilla cuando vaya a besarte.

Porque a mí esas cosas, que esto está mal y que nadie debe saberlo, siempre se me olvidan.

.

Y qué te ha gustado más, me preguntas.

Y pienso en el atardecer desde tu cama, en tu ventana sin cortinas, en lo mala que era la peli, en ti tratando de comer con palillos, en tus dedos arrugados al salir de la bañera, en el ansia con que me besaste al cerrar la puerta.

, respondo.

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Y no aprendo.

Cosas que me gustan de trabajar en una cocina vegetariana (so far):

  1. No tengo que manipular carne ni pescado. Que yo recuerde la única carne fresca que he manipulado en mi vida eran los filetes de pollo que hacía en la plancha para Wilma y más tarde para la Susi. Y los filetes de ternera, para la Susi también. Y me daban muchísimo asquito. Sobre todo los de ternera, que soltaban sangre. Porque no es «juguito», es sangre. De la ternera. Y Paula protestaba porque a ella no le preparaba carne y a la Susi sí. Y qué le iba a decir yo, si era verdad. (…) cómo echo de menos a la Susi, joe.
  2. Tengo que vestir de negro, mi color favorito para las camisetas porque no se nota (demasiado) que no uso sujetador. Si a eso le sumas que llevo delantal encima, ni te cuento. Un sueño.
  3. No tengo que ir arreglada. Puedo recogerme el pelo en una cola al llegar y ya (que es lo que hago). Tampoco tengo que ir maquillada (y me consta que en ciertos trabajos, si eres mujer, más te vale ir «mona»), lo que me viene perfecto porque en mi casa no ha habido nunca ni una barra de labios, ni un bote de maquillaje, ni na.
  4. Puedo comer de todo lo que se hace. En 4 días he probado: ensalada de quinua (me ha dicho una amiga que se dice así, y no con «o», y yo le voy a hacer caso), guiso especiado de patatas, pakotas, hummus de berenjena, falafel casero, croquetas de setas, de manzana y de zanahorias, salmorejo de remolacha, ensalada de col con pasas y zumos varios. Y seguramente más cosas que ahora no recuerdo. Todo ecológico además, que esto se me había olvidado contarlo.
  5. Aprendo mucho. No sólo sobre cocina, también sobre por qué un plato puede tardar una eternidad en salir cuando estás sentado a la mesa y, media hora antes, has sido un/una maleducadx con la camarera. Consejillo: sed educadxs, siempre. No para que vuestro plato no tarde media hora en salir, simplemente porque sonreír, saludar al llegar y despedirse al salir, y decir «por favor» y «gracias» es gratis. Y porque se gana más lamiendo que mordiendo.
  6. Me río mucho, sobre todo escuchando a M. hablar solo, o maldecir en italiano y al segundo siguiente canturrear poniendo tonito.
  7. Dejarme caer en el sofá cuando llego a casa, después de 6 ó 7 horas de pie y sin parar un segundo, es droga dura.
  8. ¿He dicho ya que puedo ir sin sujetador? 🙂

naranjas

Y hoy en Sevilla es fiesta. Y hace un día espectacular (salvo que no te pueda dar el sol, como a mí, en cuyo caso hace un día de mierda). Y quienes no se hayan ido a la playa estarán, emperifollaos perdíos, en la Catedral, viendo bailar a unos niños vestidos de antiguo. Lo sé porque la gente en Sevilla es así. Yo no. Yo hoy no trabajo, así que estoy en camiseta y bragas. Porque ya hace calor, aunque no tanto como para ir en tetas.

Y en mi cocina, la tercera desde que vivo con Nacho, hay una fuente con triangulitos de tofu en salsa de naranja, miso blanco y 5 especias chinas macerando mientras escribo esto. Y hay también media naranja que olvidé guardar en el frigo hace una semana y que han colonizado las hormigas. Y cada vez que la veo me recuerda a nuestra primera cocina -que era, si cabe, más cutre que ésta- y a aquella piruleta con forma de corazón de la que sólo dejaron el palo. Y me quedo embobada mirando cómo se sumergen bajo la piel de la naranja. Que no sé a vosotrxs, pero a mí me parecen las hormigas más bonitas del mundo.

Y me paso el día con una sonrisa en la boca sin terminar de creerme que todo esto me esté pasando.

Cuando empiezas a vivir a los treinta y pico, como me pasó a mí hará unos doce años, casi todo lo que llega lo hace a destiempo. No tarde, porque tarde llegas a los trenes que no coges y yo los estoy cogiendo todos. A destiempo sí. Porque a mis 44 años siento que no me da la vida para todo lo que tengo aún pendiente.

Martes 17 de mayo (wasap)

Hermana, Fulanito va a abrir un nuevo restaurante vegetariano/vegano y está buscando alguien para la cocina. Yo le he dicho que tú te has hecho vegana y que cocinas de puta madre. Me ha dicho que te pases a verlo. Llámalo y queda con él. Su teléfono: 555…

Y aunque siempre me he negado en redondo a aprovechar cualquier oportunidad que viniera en forma de recomendación, esta vez no me lo pensé dos veces y marqué. Y dos días después me planté allí con mi camiseta favorita (la negra, ancha, que reza: «Fisher & Sons. Funeral Home»), mis vaqueros rotos y más nervios que vergüenza, a pedir trabajo. Que total, el no ya lo tenía. Y probablemente por apellidarme como me apellido, porque por mi experiencia en restauración ya te digo yo que no fue y por mi escote definitivamente tampoco, decidieron darme una oportunidad de ésas que no cuenta una con tener, menos a estas alturas de la película.

Viernes 20 de mayo (wasap)

Buenos días G., como verás cuando las cosas vienen para uno hay que dejarse llevar. La mamá de una de mis cocineras está muy mal y a punto de terminar, y no puede venir a trabajar. Puedes venir desde hoy o mañana??

Y eso hice. Dejarme llevar.

Y ese mismo viernes aterricé en aquella diminuta cocina formada por una especie de pasillo estrecho, donde están los congeladores, el frigo de la verdura, la Thermomix y la tabla donde preparamos las ensaladas y, a continuación, una zona cuadrada donde están los fregaderos, el lavavajillas, otra zona de refrigerados donde se etiquetan y se guardan los platos preparados, con una encimera arriba donde cocinar y, para terminar, el frontal del infierno: los fuegos, las freidoras y el horno. Hay también una ventana chica pero pa’mí que está de atrezzo porque no corre una puta gota de aire. Que hace más calor allí dentro que follando ya os lo podréis imaginar… Si además coincidimos lxs 3 cocinerxs y lxs dos camarerxs, el camarote de los hermanos Marx es una suite con terraza comparado con aquello. En cuanto a lxs cocinerxs, por ahora conozco a dos de lxs tres que forman la plantilla: M., un italiano treinteañero, con perilla de chivo y menos chicha que un yonki de los 80, que canturrea mientras cocina y maldice en su idioma natal, especialmente cuando lxs clientxs piden hamburguesa, y D., una uruguaya algo mayor que yo, experta en repostería y en mantener la cocina como los chorros del oro.

Y así ha sido como, en apenas 4 días y sin creérmelo aún del todo, me he visto con un delantal negro y un gorro naranja (ambos prestados), cortando verdura, emplatando humus de 3 sabores, pelando patatas como si estuviera en la mili, rompiendo accidentalmente la tapa de la Thermomix (fue prácticamente lo primero que hice na más llegar, que esto es como rayar tu coche nuevo, cuanto antes te lo quites de encima, mejor), echando las croquetas en la freidora que no era y rebanándome la yema del dedo gordo de la mano derecha con una mandolina más traicionera que la parte adhesiva de un salvaslip.

Que es cierto que cocinar, lo que se dice cocinar, no estoy cocinando. Aunque tampoco es que me importe… ya habrá tiempo de demostrarlo si al final resulta que se me da bien (y yo creo que sí). De momento me conformo con hacer de pinche y tomar nota mental de todo lo que puedo. Como que las croquetas quedan preciosas y doradas si las empanas con maíz molido en vez de con pan rallado. O que la tofunesa (mayonesa vegana hecha con tofu ahumado) es tan fácil de hacer como la veganesa y va mejor para decorar platos. O que las setas con salsa de vino están aún mejor que salteadas y ya. O que si cueces patatas y después las cortas en trozos irregulares, las fríes, les echas sal y te las comes, llegas al orgasmo sin tocarte ni na. O que mientras me toque trabajar con la radio puesta de fondo, va a ser inevitable acordarme de A. cada vez que M. tararee una coplilla de Fito.

Y que sí, que llego a mi casa pa’que me recojan con cucharilla, sin ganas de entrar en la cocina (en la mía) ni pa’hacerme la cena… Pero sólo con lo que estoy aprendiendo ya me salen las cuentas de todas las horas que estoy echando sin que me paguen una mierda con el rollo de que estoy a prueba. Y por más que a mi madre le haya faltado tiempo para recordarme que yo no puedo trabajar en algo tan duro, y que a ver si me va a dar un brote, y que qué necesidad tengo yo de trabajar (¡y a mi edad!) si con lo que gana Nacho vivo mejor que quiero, lo cierto es que yo estoy más feliz que un cerdo en una charca :). Y más que voy a estar si paso el periodo de prueba y me hacen un contrato.

Para celebrarlo, y aunque esto sigue sin ser un blog de cocina, voy a dejar por aquí la receta de una crema súper sencillita que hice el otro día con restos de cosas que tenía por casa y que resultó estar dulce (como por otro lado cabía esperar) pero muy rica. Se puede servir caliente o templada (a mí me gusta más templada).

Crema dulce de calabaza

Ingredientes (para, aproximadamente, 4 raciones de entrante)

  • 1 puerro grandecito.
  • 2 zanahorias grandecitas también.
  • calabaza (yo usé una rodaja de calabaza japonesa que pesaría como 500 gr. con la piel, calculo)
  • un chorrito de algún aceite suave (yo usé de girasol sin refinar)
  • 1 lata de leche de coco.
  • 1/2 cucharadita de concentrado de vainilla con bourbon (yo lo compré en la sección de repostería).
  • pizca de sal.
  • semillas o germinado de semillas para decorar (yo usé semillas de amapola)

Preparación

Puedes preparar las verduras al horno o al micro.

cremaSi vas a hacerlas al horno, ponlo a precalentar a unos 180º. Mientras se va calentando, prepara las verduras: quita la parte verde del puerro y lava y corta en dos, a lo largo, la parte blanca, pela y corta en rodajas las zanahorias y por último pela y corta en trocitos la calabaza. Ahora corta un trozo de papel de aluminio suficiente para hacer las verduras en papillote, colócalas sobre la mitad del papel de aluminio, rocíalas con un chorrito de aceite y una pizca de sal, cierra el papel sin aplastarlo sobre las verduras, y al horno hasta que éstas estén blandas (el tiempo que tengas que dejarlas dependerá de cómo la hayas cortado, entre otras cosas; puedes echarles un vistazo cuando lleven media hora o 3/4 y moverlas un poco si no están). Si tienes la vaporera de Leuke (o de otra marca), prepara las verduras igual y ponlas en la vaporera con el mismo chorrito de aceite y sal, y al microndas a potencia máxima hasta que la verdura esté blandita (lo mismo, ponla y ve mirando).

Cuando la verdura esté blandita, pásala al vaso de la batidora o a la Thermomix (pero cuidado con la tapa, que me han contado que se rompe con mirarla) y tritúrala. Ve añadiendo la leche de coco y sigue batiendo. Cuando quede tipo crema (puedes pasarla por un chino o no; yo la pasé) le añades la vainilla, mueves bien para que se reparta y listo.

Sirve con unas semillas por encima, que además de darle un toque crujiente, visten mucho 🙂

 

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El otro día por la calle olía a Japón (Paula)

japónbudaLa habitación de Tokyo es diminuta pero funcional. Un baño donde todo encaja como en un tetris y una cama doble bajo un ventanal desde el que todos los amaneceres son grises y fríos. Aun así lo primero que hago nada más despertarme es levantar el estore, pegar la nariz al cristal y comprobar que es real, que estoy aquí. A mi derecha Paula frunce el ceño sin abrir los ojos a la vez que se encoge bajo las sábanas.  A despertarse, le digo. Pero dejo que se acurruque un ratito más, porque aunque fuera de estas paredes nos espere nada menos que Japón, hay pocas cosas tan bonitas en el mundo como verla dormir.

En Japón los trenes salen y llegan a su hora, y todo el mundo hace cola en los andenes y deja salir antes de entrar, sin empujones ni malas caras. Casi nadie sabe inglés pero todo el mundo es amable y te echa una mano si ven que andas perdido. Lo sé porque otra cosa no, pero perdernos… No hay papeles en el suelo, ni cáscaras de pipas, ni colillas de cigarrillos, ni cacas de perro, ni nada, a pesar de que, desde los atentados con gas sarín en el metro de Tokyo, las papeleras brillan por su ausencia. Tampoco te cruzas con nadie pidiendo una moneda en una esquina, ni con animales vagando por las calles.

japónbosquesEn Nagano dormimos en un ryokan, una posada tradicional japonesa con futones en el suelo y puertas corredizas de madera y papel de arroz, sin wifi ni baño en la habitación. En unas horas tenemos la cena del grupo con el que viajamos pero a mí, que estoy de un humor de perros desde que llegamos,  lo único que me apetece es quedarme aquí tirada y no hablar con nadie. Entonces Paula, que me ha hecho girarme mientras se cambia, me dice «ya puedes mirar«. Y me doy la vuelta y la veo ahí de pie, con ese pelazo negro que le llega por la cintura, envuelta en el yukata que nos han prestado, sonriéndome. Y en ese preciso instante me doy cuenta de un montón de cosas a la vez. De que es nuestro primer viaje sin Nacho ni Chema y no tenemos ni una sola foto juntas. De que mientras que yo no he parado de protestar desde hace 4 días, ella no se ha quejado ni una sola vez, por nada. De que estamos en Japón y parece que me haya propuesto no disfrutar de ello. Así que cambio el chip. Voy contigo, le digo. Y me enfundo en mi yukata, que no me queda ni la mitad de bien que a ella, aunque qué más da…

16948422417_15f0b03318_mEn Japón los baños públicos están siempre limpios, da igual que estés en un McDonald o en un restaurante de verdad. Estés donde estés, la gente habla bajito, como si anduviesen siempre contándose secretos, y si ven que vas a subir, te esperan con el ascensor abierto. Hay máquinas expendedoras cada 100 metros – refrescos, chocolatinas, sandwiches, tés de todos los sabores… – y todo el mundo viste como le da la gana, hasta el punto de que en un mismo vagón puedes coincidir con un señor enchaquetado, un grupo de amigas en kimono y un chico con pelo azul, aunque sólo a los guiris parece llamarnos la atención.

En Kyoto dormimos en una habitación preciosa: techos altos y abuhardillados, suelo de madera y una ventana que da a un patio privado. El desayuno no está incluido así que hacemos pereza y amanecemos cuando nos viene en gana, para desesperación de R., con el que compartimos casa y que ha planificado 500 excursiones para las que tendríamos que estar en marcha a las 8. Pero Kyoto pide a gritos otro ritmo, otros ojos. Invitamos a R. a que siga con sus planes sin contar con nosotras y, por fin solas, visitamos el castillo de Nijo, nos perdemos por los jardines de Nara y nos pateamos el centro buscando pendientes que no necesiten agujeros para ella y un par de camisetas de dinosaurios con bolsillos para mí. Y es así, a mitad de viaje, como me reconcilio conmigo misma y con Japón.

japóndeseosEn Japón los cables atraviesan las calles, porque el cableado aquí no va por dentro de las casas. A ratos da la sensación de que son los cables los que sujetan las fachadas y que cortando uno todas irán cayendo como fichas de dominó. También hay cuervos en vez de palomas y cerezos en flor en vez de naranjos. Y hay templos, templos impresionantes y otros más modestos, con jardines y budas y platillos de bronce donde dejar los donativos y ciervos que hacen una reverencia a cambio de una galleta y campanas y dragones y plegarias escritas en tablillas de madera o en papel, doblados sobre sí mismos y tendidos al sol.

De vuelta a Ikebukuro, sus calles abarrotadas y todos esos luminosos que laten en la oscuridad consiguen que echemos de menos Kyoto. Y en un par de días estaremos cogiendo aviones de nuevo. Y yo, que jamás fui con mi madre ni al cine, me doy cuenta de que lo que más me ha gustado de Japón venía conmigo de casa.

 

 

 

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Cuando yo era chica quería tres cosas por encima de todas las demás: ser Félix Rodríguez de la Fuente, sin el «como», tener el pelo como la Nancy negra, y un perro.

Ya por aquel entonces, en mi mente infantil en la que aún todo parecía posible, tener un perro era un sueño equiparable a poder cambiar mi pelo lacio y aburrido por un pelucón afro de puta madre o a convertirme en la persona a la que más admiraba en el mundo.

[Aclaro esto por si quien no sea capaz de entenderlo quiere ahorrarse el resto de la entrada]

2015-07-16 09.45.02Susi llegó en diciembre, poco antes de Navidad, un domingo que lloviscaba un poco y hacía tirando a fresco. Llegó con sus 16 primaveras y esa tristeza de quien ha perdido todo. Su familia, su hogar, su lugar en el mundo. Llegó además la misma mañana en que a Brow se le fue la pinza y, sin mediar gruñido, atacó a Livia y me la dejó tuerta para siempre. Así de oportuna fue la Susi. Entrando ella en Sevilla y yo en el veterinario de urgencias, en la otra punta de la ciudad, a las 9 de la mañana.

Era más bonita la Susi. Con su crin de little pony y su cresta punk y esos enormes ojos negros nublados por los años y ese rabito que no paraba de mover cuando notaba que la mirabas y sus 5 dientes y medio y su lengua kilométrica. Y más buena…

Su anterior dueña, una señora mayor con demencia, había muerto hacía poco en un pueblecito de Ciudad Real, y yo, que por aquel entonces veía a Wilma en cada perro viejo con el que me cruzaba, me enamoré de ella al instante cuando vi su carita en una publicación en Internet. Más tarde supe que quien originariamente la adoptó fue el hijo de esta señora, unos 15 años atrás, aquí en Sevilla. Luego se casó, se separó, y la perra, como ocurre a veces con las cosas que ya no necesitamos pero no queremos tirar, acabó yendo a parar a casa de su madre. Al menos hasta que ella murió y él se desentendió de la que había sido la sombra de su madre durante los últimos años de su vida. Y así fue como Susi llegó hasta mí.

2015-04-29 20.17.48Y la lluvia acumulada durante la noche anterior trepaba por los bajos de mis vaqueros mientras iba a recogerla, con mi cabeza puesta en Livia y en Brow y en cómo me acabo complicando la vida siempre.

A Susi le encantaba meterse en los parterres, especialmente en aquellos en los que había hojarasca o flores secas. Olía, marcaba, enterraba con las patas traseras y hasta el siguiente árbol. También le gustaban los filetes de ternera recién hechos, croquetear en la cama de Brow, chuparme las piernas cuando me salía de la ducha y ocupar el lado de Nacho cuando dormía fuera de casa.

A mí me gustaba verla dormir. Acariciarla mientras pensaba la suerte que había tenido de que me hubieran elegido para adoptarla. Oírla roncar, porque aunque no llegara a los 5 kilos, la Susi roncaba como un marinero borracho. Me encantaba cuando me veía asomar un pie fuera de la cama por las mañanas y se ponía a dar vueltas como una loca y a moverme el rabito para que la sacara. O cuando jugaba con la pelota de Livia y me la traía para que se la tirara. Y me encantaba muchísimo cuando Brow y ella se ponían a lamer la boca del otro como si no hubiera mañana.

Y cuando quise darme cuenta, Susi había llenado casi por completo el hueco que había dejado Wilma. Y sí, me sentía un poco culpable por ello, como me pasó cuando Bleda llenó el que había dejado Éboli, pero no podía evitarlo.

Fue a Susi a quien más eché de menos, de largo, cuando me fui con Paula a Japón en semana santa. Más que a Nacho y al Escocés juntos. Más que a Livia, Salvú y Brow. Nunca me ha costado tanto coger un avión como aquel que iba a separarme de ella durante 10 largos días.

2015-07-16 09.45.53Y por más que supiera desde el momento en que la adopté que no tardaría en marcharse, despedirme de ella cuando lo hizo, 7 meses después de llegar, ha sido lo más difícil y doloroso por lo que he tenido que pasar en mucho mucho tiempo. Quizá por eso me ha costado más de dos meses volver al parque sin ella. Y esparcir sus cenizas sobre el césped de las florecitas que tanto le gustaba. Y reservar un poquito aún para mezclarlas con la tierra de uno de mis troncos de Brasil y consolarme pensando que, de algún modo, sigue aquí conmigo.

Y es cierto que aún tengo a Brow. Y a Salvú. Y a Livia, aunque sea con un ojo menos. Pero a Susi no hay día que no la recuerde. Que no la eche de menos. Con su cresta punk y sus ojos nublados. Con su rabito y sus ronquidos de marinero borracho. Y el vacío que ha dejado, tan desproporcionado para alguien que abultaba poco más que un hámster, sigue ahí.

Y diciembre ya nunca será lo mismo.

 

 

 

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A ratos agosto se me hace tan largo que pienso en pintarme las uñas sólo para ver lo que el tiempo hace con el esmalte. Y dejarlas crecer mientras la capa de color se desplaza, cada vez menos uniforme, hacia el borde. Luego recuerdo que soy de las que se las muerden. De las que siempre lo han hecho en realidad. Y acabo matando el tiempo en otros sitios. Como en las salas de urgencia.

Martes, finales de agosto.

10.30h. Mierda. Probablemente la última palabra que quieres escuchar de la cirujana que está extirpándote ese tumorcillo que no es nada y que te ha salido bajo la lengua.

11.30h. ‘…que no tiene porqué pasar. Te lo comento porque tengo obligación de decírtelo. Pero vamos, que todo ha ido muy bien. Casi no has sangrado y…’

13.30h. ‘Y qué le pasa?’ / ‘La operaron hace unas horas, aquí traigo el informe. Nos dijeron que era normal que se le hinchara un poco, pero es que no puede ni hablar, ni tragar…‘.

15.30. ‘Perdone, pero llevamos 2 horas esperando y mi mujer no para de echar sangre por la boca y se está mareando…‘.

15.45. ‘No quiero que te asustes, vale? Se te ha formado un hematoma en el suelo de la boca. Eso es lo que está empujando la lengua hacia arriba y por eso no puedes hablar. Lo que me preocupa es que si el hematoma no baja se te cierre la vía y no puedas respirar. Entonces tendríamos que considerar la anestesia general, intubarte y drenarte. Te han operado alguna vez? Tienes alguna enfermedad?…’

Mientras los médicos toman nota de lo que Nacho les dice, intento pensar. Empiezo por las pulseras. Una a una voy guardándolas en uno de mis bolsillos, comenzando por la más valiosa, mi pulsera verde que atrae a las mariposas. La experiencia, para bien o para mal, es un grado… Una vez que todas están a salvo, rompo a llorar. Y durante unos minutos dejo que sean otros lo que se hagan cargo de todo.

15.50. ‘Vamos a dejarte ingresada en urgencias y ya vamos viendo cómo evoluciona…’

La sala de observación de trauma resulta ser muy parecida a la de la UCI, salvo que aquí se me permite llevar una ridícula bata atada a la espalda e incluso dejarme las bragas debajo. Mis bragas de margaritas, que hoy estreno y que ya siempre serán las del día en que casi me ahogo con mi propia lengua.

La anestesista pasa sólo para hablar. Por si acaso, dice. La vía en el brazo, el pulsómetro en el dedo, los cables pegados a mi pecho y el tensiómetro listo para volver a hincharse a cada rato, no me dejan demasiado margen, pero saco el cuadernito y respondo a todas sus preguntas. Por si acaso también.

Pasan más médicos. Tantos que pierdo la cuenta. Todos me piden que abra la boca y alguno hace fotos. Comentan lo de mi tensión. Que con 228/116 podría montar una central eléctrica si quisiera. Al parecer es lo que más les preocupa. Que no pueda ni tragar saliva pasa a ser secundario.

Intento no llorar. No sólo porque no sirve de nada. Ni porque odio llorar en público, hasta cuando se trata de un público pequeño y poco involucrado. Lo intento por si lo de la tensión acaba siendo emocional, como aventura alguno de los internistas. Pero cuesta. Estoy asustada. Y sola. No entiendo por qué no dejan pasar a Nacho, cuando la mujer de la cama de al lado tiene a su hija, una enfermera fea y desagradable, pegada a la cama, hablando por el móvil. Y acabo llorando todo el suero que me entra directamente por la vena. Luego me doy 10 minutos y me siento echada hacia delante, espalda al aire, a esperar hasta que las visitas, las normales, pueden entrar. Y allí están: mi niña, que ya no lo es tanto, y mis dos chicos. Les toco, les cojo de la mano, les miro, les escribo ‘os quiero’ en mi cuadernito. Mi cuadernito de publicidad del libro ‘La absurda idea de no volver a verte’. Jajaja.

Cuando la hora de visita acaba, vuelve el silencio. Poco después cae la noche. Lo sé porque estoy en un semisótano y mi cama tiene una ventana a la espalda. Y mientras fuera oscurece y las luces de las farolas se encienden, visualizo otro martes. Y veo la callecita del Naima. Y el paso de cebra que cruzo para hartarme de pizza del Buoni. Y al Escocés al piano, ahora que no canta para mí. Y la barra donde pido cosas raras sólo para ver si las tienen. Y los chupitos de limoncello con que brindamos al final de cada concierto. Y a mí misma con vestido corto, porque hace tiempo que empezaron a importarme un carajo las bromitas sobre lo blanca que estoy.

Y pienso en los dos episodios de Breaking Bad, los últimos de la serie, que dejé aparcados la noche anterior porque así soy yo. Idiota. Y en el libro de Camilleri. Y en otras cosas que he dejado cerradas. Y también en las que no.

Y llega esa hora extraña en que te despiertan para ofrecerte yogur o zumo. But not for me, que diría la canción. Yo no puedo ni beber agua. En parte porque soy incapaz y en parte por si me operan. Dieta absoluta la llaman. Y desde mi rincón, el box 18, observo el ir y venir de batas blancas, verdes y azules. Fantasmas que pasan entre las camas sin hacer ruido. Ojos que ven pero no miran, inmunizados a los llantos y a las soledades ajenas. Como la de la mujer de la veintitantos, una anciana con Alzheimer que acaban de traer de una residencia y que no deja de gritar. ‘Niña’, dice. ‘Niño’. Pero cuando algún enfermero se acerca, calla. Y cuando se aleja, sigue. ‘Niña’. ‘Niño’. Hasta que llega un momento en que dejas de oírla.

23h. Mi médico, el que me atendió en urgencias, pasa a verme. ‘Eso te lo has pintado tú ahora o es un tatuaje? Te lo has pintado, no?’. Le digo que no con la cabeza. No puedo hablar ni sonreír. Lo de no hablar, mira, pero no sonreír… qué cosa tan jodidamente chunga es… Sonríe, él que puede. ‘Qué original’. Y me aprieta la mano antes de irse. Y aunque nadie pueda verlo, sonrío.

Y más medicación por vía. Y más anotaciones sobre mi tensión que nadie me devuelve. Y duérmete, anda, me dice uno de los enfermeros. Y cómo me duermo. Si me da miedo ahogarme. Cómo. Si yo no sé dormir sola. Si necesito un brazo por la cintura. O un perro a los pies. Algo. Y con la luz rojita del aparato que tengo conectado al dedo, abro el cuaderno y escribo. Escribo y tacho y lloro.

Y aunque nada de esto sea nuevo, en cierto modo lo es. Son tantas las cosas que quería hacer a partir de septiembre. Cosas pequeñas. Pero tantas. Y ha sido un verano bonito este. Para ser verano. Un verano de millones de pelis con Paula. Y no de Disney, de esas raras que me gustan a mí. Y de bocatas de tortilla y estrellas fugaces en el patio de la Diputación. Y de volver a casa sin prisa, cogiendo por arriba del puente de los bomberos, con sus farolas amarillas y sus árboles a los lados. Hasta cuando no podía con mi alma.

brow - ya tengo perroY me repito hasta creérmelo que son cosas que pasan. Si lo sabré yo. Que pasan. Y que saldré de ésta, porque al final siempre salgo. Y el martes que viene estaré otra vez en el Naima. Y comeré pizza de patata y de gorgonzola y caprese. Y disfrutaré con cada bocado, soy así de básica. Y brindaré con chupitos. Y llegaré a casa contenta y con hambre. Y me quitaré la ropa y me lavaré la cara y despertaré a Nacho. Por ese orden. Y un rato más tarde estaré dormida con un perro a los pies y un brazo sobre la cintura. Y mis pulseras volverán a sonar alrededor de mi brazo izquierdo.

.

Martes, primeros de septiembre.

Y a través del ventanal escucho a Paula reír en el patio. Y el cielo, tan gris esta mañana, se cuela entre mis cortinas. Y a lo lejos, truenos. Sólo la lluvia podría mejorar esto.

Pero dos días atrincherada en mi cama no son suficientes. Necesito más tiempo en este cuarto sin un solo cuadro, ni una mala foto. Sin bombilla siquiera colgando del techo. Sólo me apetece estar. Aquí. Tirada. Rodeada de mis bichos. Y pensar sin prisa. Y comer con ansia. Y oler a sueño. Y a veces despertarme llorando. Y otras, si tengo suerte, recordando atardeceres raros que nunca existieron con personas a las que una vez quise muchísimo. Y no arrepentirme de nada. Y aprender a gustarme sin tener que mirarme en otros ojos. Y no salvarme.

Fuera comienza a llover.

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Iktsuarpok es una palabra de origen inuit que refleja la sensación de anticipación que te empuja a salir fuera y ver si viene alguien y que probablemente indica impaciencia (fuente ésta)

Vale. Nada de «probablemente».

Indica impaciencia.

Comprobado.

(…)

Al final no fui capaz de esperar en casa a que me dieras un toque para bajar.

Por no poder, ni siquiera pude quedarme a resguardo del viento en mi portal.

Y como cabía esperar tampoco pude aguantarme el abrazo. Se siente.

Aunque bueno, bien pensado…

No. No se siente. Qué coño.

Muchísimas gracias por el coca-cola 😉

 

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Aunque se deja acariciar, Roma mantiene sus enormes ojos amarillos bien abiertos mientras mis dedos se mueven lentamente por su cuello. Pero que se deje acariciar ya es un avance.

Roma

El jueves se pasó el día atrincherada bajo la cama, como solía hacer cuando el hijo de su anterior dueña la buscaba para pegarle. Yo había preparado el cuarto de Paula para ella. Había recogido los trastos, le había puesto un bol con agua y otro con comida jugosa, nada de pienso seco, y había encendido el radiador al máximo una hora antes de que llegara, aunque luego lo dejé al mínimo para que mantuviera el sitio caldeado pero sin asfixiarnos. También extendí una manta polar sobre la colcha, porque a mis gatos les gusta acurrucarse en ellas. Pero ya se sabe…gato escaldado de agua fría huye. Y Roma, por si las moscas, prefiere tumbarse sobre la caja de plástico duro que hay bajo el somier, la misma que antes estaba llena de barbies desnudas y despelucadas – como las prefería Paula cuando aun jugaba con ellas. No intento hacerla salir. La dejo estar. No ha tenido precisamente una vida fácil hasta ahora y sólo tiene 5 meses. Nadie podría culparla por huir del agua, por muy fría que ésta esté. Y de repente, como si acabara de decidir que no tiene nada que temer, se sube a la cama y se hace un ovillo a mi lado. Y nos dormimos las dos.

Es viernes. Tumbada panza arriba sobre mi sudadera, el ronroneo de Roma me cuenta que necesita volver a confiar. Vivir con miedo un día sí y otro también debe resultar agotador. Me acerco a su oído y le hablo muy flojito. Le cuento lo preciosa que es, como si no lo supiera ya. Le explico que Brow sólo quiere conocerla y por eso ladra y rasca y resopla por la rendija de abajo cuando entro a verla a ella. Cuando se canse, se quedará tumbado cuan largo es, apostado al otro lado de la puerta, suspirando y esperando a que abra para meter el hocico y olfatearla, aunque sea de lejos.

(…)

La historia de Roma es complicada. En su día estuve a punto de escribir un post para buscarle dueño, pero no sabía cómo enfocarlo. Su adopción corría prisa, sí, pero no había manera de explicar por qué sin meterme en camisa de once varas. Porque el hombre que la maltrataba no era un maltratador propiamente dicho, ya que no era dueño de sus actos cuando lo hacía. Pero ese matiz a la mayoría de la gente le habría dado igual. La mayoría habría concluido que si su madre tuvo que amenazarlo con un cuchillo para que no estrangulara a su gata, igual es porque era una hijo de la gran puta. Aclarar que tenía esquizofrenia sólo habría servido para afianzar aún más el estigma sobre las personas con trastorno mental, como si no tuvieran bastantes piedras ya sobre sus tejados.

DSC_0844-002En mis dos años de prácticas trabajando con personas con trastorno mental grave he visto muchas cosas y he conocido a mucha gente. Enfermos con distintas patologías y sus familiares. Madres sobre todo. Las he visto llorar, las he oído desahogarse, he sido espectadora de su rabia, de su impotencia. Y eso sólo es la superficie. Y es que si cualquier otra discapacidad mueve a la empatía, la enfermedad mental provoca miedo y rechazo. Mejor dicho, el desconocimiento sobre la enfermedad mental, esa etiqueta tan amplia, más cada vez, lo provoca.

Estos días junto a Roma pienso mucho en su antigua dueña. Mi veterinaria me cuenta que la llama a menudo para ver cómo está. Y aunque ambas coincidimos en que ha hecho lo mejor, a mí me parte el alma imaginar el vacío que debe sentir en su interior. Su gata era su única compañía. Renunciar a ella y exponer a su hijo al juicio silencioso de unos desconocidos ha debido ser cualquier cosa menos fácil. La imagino echándola de menos desde que se levanta hasta que se acuesta. La imagino preguntándose por qué a ella y acto seguido la imagino sintiéndose culpable por pensarlo. Es su hijo. Que no pueda llegar hasta él, que no logre entender por qué hace lo que hace, no cambia ese hecho. Pero esto… ¿a quién le hablará ahora? ¿a quién acariciará cuando se sienta sola?

(…)

DSC_0872-001Es domingo por la mañana. Un domingo de un azul perfecto que me recuerda que la primavera está ya a la vuelta de la esquina. Pero hoy ni siquiera eso podría estropearlo. En la habitación de Paula, Roma vuelve a ser gata. Escondo mi mano bajo la sudadera y ella la ataca. Maúlla exigiendo mimos. Juega con el cordón de mi pijama. Se enfada cuando decido cortarle las uñas. Tolera la presencia de mis gatos en la habitación, aunque marcando las distancias. Salvo, más confiado, se tumba a su lado y la olfatea. Se lleva un cate rápido y seco. La siguiente vez que se sube a la cama, lo hace dejando medio metro entre ellos. Que corra el aire. Roma lo mira. Con el tiempo, si lo hubieran tenido, se habrían vuelto inseparables. Se habrían lavado mutuamente durante horas y se habrían quedado fritos acurrucados el uno junto al otro.

Ni que decir tiene, ahora me arrepiento de no habérmela quedado cuando podía. Ahora, que está to’l pescao vendío… Ser familia de acogida es muy duro. Ahora lo sé. Aún así, saber que la semana que viene estará en casa de su nueva familia y no necesitará volver a esconderse bajo ninguna cama no parece el peor de los finales posibles. De hecho, parece el mejor los principios.

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El verde es mi color. Siempre lo ha sido. No me recuerdo a mí misma con otro color
(‘La mujer de verde’, A. Indridason).

El día que dejé de respirar lo último en que pensé fue en Paula.

Todo el mundo debería poder morirse así, sabiéndolo, dedicando su último pensamiento a alguien a quien realmente quiere. Teniendo en su vida alguien a quien dedicar un último pensamiento.

A veces, cuando no consigo dormir, me dedico a volver sobre mis pasos. Es un ejercicio inútil, lo sé, tanto como repasar un examen ya entregado, pero no puedo evitarlo. Supongo que en el fondo confío en poder encontrarle algún sentido. Algo que haya pasado por alto. Un patrón dentro de lo arbitrario que parece ser todo. Como cuando estoy a punto de perder la partida y me cae una vida extra en el BrickBreaker.

(…)

Mi primer recuerdo de ese día es sobre la comida. Raviolis de setas, rehogados con mantequilla y acompañados de parmesano recién rallado. No sé si es lo que habría elegido de haber pensado que podría ser la última, pero para ser un miércoles cualquiera no está nada mal. Tengo hambre pero es el olor lo que lo vuelve urgente. Los primeros raviolis me estallan dentro de la boca, demasiado calientes para saborearlos. Pasada el ansia de los primeros minutos, comienzo a partirlos en dos, dejando que el calor escape y parte del relleno de setas acabe derramado en el plato. Si estamos viendo la tele o no, eso no lo recuerdo. Sé que voy estrenando camiseta y que pongo especial cuidado en no mancharme. Al final ha sido la de rayas grises y azules, no la verde. Eso es algo que sigo sin entender después de todo este tiempo. El verde es mi color. Siempre lo ha sido. Mi cepillo de dientes, mi esponja, mi toalla, todo es verde. Pero hoy… Gris contra verde y gana el gris? Ni que hubiera sabido que horas más tarde alguien iba a estar cortándola en dos con unas tijeras.

El segundo recuerdo que guardo es estar esperando a Paula y al Escocés a la sombra de un naranjo. El día es absolutamente primaveral para ser febrero. Cielo azul, 25 grados y todo lo demás. Tres más como éste y cada naranjo a lo largo de la calle acabará cubierto de capullos de azahar impregnándolo todo de su olor. Y cada vez que me asome el balcón me parecerá que he vuelto al pueblo de mis abuelos, a los limoneros encalados y a los patios con tortugas escondidas entre las macetas, al olor a brasero y a tostadas por las mañanas, a las noches sin hora para recogerse y al sofá cama que compartía con mi hermano, el mismo en el que pasé la varicela. O la rubeola. O alguna otra cosa de la que mi madre no está del todo segura. Todo eso traerá el azahar para mí a cambio de que siga aquí para olerlo.

Mi tercer y último recuerdo antes del pasillo del edificio 16 es Paula. Cuando la veo salir del portal trae puesta su sonrisa maligna. Pienso rápido de qué puede tratarse, pero no caigo. Entonces ella levanta las manos en señal de triunfo y mueve los dedos, esos dedos largos y finos, absolutamente perfectos, que tiene. Sus uñas. Siguen siendo azules. Llevo días amenazando con quitarles el esmalte, que está ya descascarillado, pero siempre se me olvida… Ahora su sonrisa dice «Ja. Te gané otra vez«. «Esta tarde, en cuanto llegue de clase…» le aseguro, convencida de que voy a volver. Pero no vuelvo. No aquella tarde. Luego entramos en el micra. Y yo finjo que voy a sentarme delante, aunque acabo sentándome a su lado, como siempre. Y ella se lo toma como una nueva victoria, esta vez sobre su padre. Y no recuerdo sobre qué hablamos, sobre cosas importantes, seguro. Con Paula todo lo es.

El resto anda en otro post.

(…)

Y vuelta a Paula. A lo mayor que se ha hecho… aunque no lo suficiente como para que nuestras conversaciones se hayan vuelto aburridas: Paula y yo coincidiendo en cuánto molaría tener barba (lo sé, lo sé, debería hacérmelo mirar… 😎 ). Barbas frondosas que mesarnos con la mirada perdida para que nuestros pensamientos parecieran más interesantes. Y lo hacemos, nos mesamos nuestras barbas inexistentes mientras pensamos en cosas súper profundas.

Y a veces me digo que la vida sigue. Que continúa sin más. Pero no es cierto, claro. Continúa, sí, pero no «sin más». Porque ésta que vivo hace casi dos años ya es una vida extra. Como las del BrickBreaker. Signifique eso lo que signifique.

Y acabo quedándome dormida pensando en Paula. En lo guapas que estaríamos las dos con nuestras barbas.

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