Delicatessen


Pues yo creo que no comes bien, sentencia mi madre, esa mujer de 70 años que cena patatas fritas rociadas con crema de queso, marca President, mortadela y picos, regado todo con Coca-Cola Zero. Esa mujer de 70 años que no se mide el azúcar a pesar de ser diabética y se pincha la insulina a ojo. Y luego lo mismo se mete cuatro ciruelas entre pecho y espalda, que se clava un helado. Esa madre en cuya casa jamás probé ningún tipo de verdura cruda o cocinada -salvo que fuera en forma de salsa e indistinguible a la vista y al paladar- durante 24 años, porque si lo que quería la niña era la yema del huevo frito con patatas, pizza y pasta, con obligarla a comer carne en salsa, pollo a la plancha y pescado rebozado, listo. Esa madre en cuya casa no recuerdo haber bebido agua nunca, porque habiendo Coca-Cola, pa’qué. Esa mujer. Esa madre.

Y a continuación me habla de unos padres veganos a los que les han retirado la custodia de sus hijos porque estaban malnutridos. ¿Y eso dónde ha sido?, pregunto. No sabe. ¿Y cuántos menores malnutridos, obesos por ejemplo, o que se alimentan a base de bollería industrial y zumos de bote hay, que no salen en las noticias porque sus padres no son veganos y no vende, eso lo sabes?, insisto. No, me dice, pero le preocupa Paula. Le preocupa que no coma comida normal. Le explico, o lo intento, que eso que ella llama «comida normal» no existe. Que comer, como casi cualquier elección que hacemos en esta vida cuando nos dejan, es un acto político. Que, en cualquier caso, que desde pequeños nos acostumbremos a comer carne híperprocesada de cerdo en forma de salchicha, en lugar de hamburguesas hechas con legumbres, verdura y cereales, por ejemplo, es cultural. Cultural, no normal. Y que no hace falta que se preocupe por Paula, que, le aseguro, come infinitamente mejor que ella. Que ella y que cualquier niñx de su clase, me atrevería a decir. Y que yo misma a su edad, eso por descontado. Que, además, yo no le prohíbo que coma carne o pescado, simplemente yo, que soy la que cocina en nuestra familia, no uso ingredientes de origen animal. Cuando salimos, por ejemplo, si quiere carne, la pide. Cuando va a su casa, por ejemplo también, come toda la mierda que quiere y más. De mierda nada, salta. ¿Y el fiambre con el que cubres la mesa qué es?, pregunto. Mierda, le aclaro. Carne hormonada y llena de antibióticos y luego procesada con sabe dios qué. Pero que no nos desviemos, insisto, y que me diga, ya por curiosidad, qué le falta a mi dieta y a la de mi hija. Porque a mí, si hay alguien que me importa en el mundo y si hay alguien que me preocupa que esté sana, es ella, Paula. Y que insinúe siquiera que pueda estar malnutrida, pues me jode, qué quiere que le diga. Y ahí se enroca. Mira, que no voy a discutir contigo, me responde, pero sigo pensando que eso no puede ser bueno porque hay que comer de todo.

Llegado a ese punto preferí colgar. En parte porque discutir con mi madre sobre veganismo es como discutir sobre feminismo con alguien que empieza por aclararte que él no es machista pero. Y en parte porque sé perfectamente de qué polvos vienen estos lodos.

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¿Y tú qué vas a comer? porque yo no voy a hacerte nada de eso que tú comes, se apresuró a aclarar mi madre cuando le conté, dos semanas atrás, que Nacho y yo habíamos decidido ir allí a pasar unos días junto con Paula y su amiga C.  No contaba yo con ello y tampoco quería, dicho sea de paso, que mi madre cocinara para mí. Y es que, cada una en su cocina, y no hablo ya de ética ni de ingredientes, sino del modo de movernos en ella, hemos resultado ser, también, la noche y el día. Así que calculé cuántas comidas y cenas iba a pasar fuera de casa y llené una neverita con tupers de platos hechos por mí – quinoa con verduras, albóndigas con salsa de tomate, ragú de seitán- más un paquete de medallones de soja texturizada y otro de edamame congelado. Porsiaca. Y pa’llá que me fui, cantando bajito.

Y después de tanto tiempo sin pisarlo, con Cádiz me pasó como con ese amigo que hace años que no ves y de repente lo tienes delante y te das cuenta de que no quieres preguntarle nada, sólo abrazarlo con todo tu cuerpo. Y a pesar de que no había empezado siendo la mejor semana de mi vida, ir con Nacho, compartir la cama de 1.05 de mi hermano, rodeados de fotos de su mujer – que aquello no tiene, palabrita, nada que envidiarle a la habitación de un stalker y asesino en serie de esos que salen en Mentes Criminales- y, sobre todo, poder bajar con él a la playa en la que pasé mi adolescencia paveando y tachar por fin el último de los I’ve never de mi lista, yeah!, (algunx sabrá de qué hablo), hizo que aquellos 5 días y 4 noches en casa de mis padres fueran, de lejos, los mejores que he pasado allí desde que ahuecara el ala allá por el 96.

no pollo

*no pollo con patatas*

Y llegó el viernes. Y mis padres, a petición expresa mía, invitaron a cenar a mis tías adoptadas, a las que no veía desde el pleistoceno. Y allí estábamos todxs, sentadxs alrededor de aquella mesa ovalada con mantel de tela, cubiertos buenos y vasos para vino y para agua. En un extremo, con montones de platos de fiambres ibéricos, carne en salsa, pescaíto frito y mejillones empanados, porque hay que comer de todo, mi madre. En el otro, con mi tuper de albóndigas (cuya receta saqué, como tantas cosas, del blog de Olga) hechas a base de lentejas beluga y arroz integral, con salsa de tomate, un platillo de filetes de no pollo con patatas fritas cortadas a mandolina y otro de croquetas de patata y quinoa que había improvisado el día antes y que habían resultado estar orgásmicas, yo. Lo que mi madre no vio venir fue que a mis tías, abiertamente carnívoras y super fans de su saludable y variada cocina, fueran a gustarles mis platos. A gustarles tanto como para repetir. Tanto como para mojar pan en la salsa. Tanto como para animarme en mi loca idea de, tal vez, intentar dedicarme a ello de manera profesional. Idea, por supuesto, que ella se encargó de echar por tierra, como todo lo que ha sido importante para mí a lo largo de mi vida, asegurando que no iba a funcionar. No puedo decir que me sorprendiera. Como no me sorprendió que se negara en redondo a probar ninguno de mis platos, por más que mis tías insistieran en que lo hiciera. O que se pasara la cena sin dirigirme la palabra.

orgasmo vegano en forma de croqueta

*orgasmo vegano en forma de croqueta*

Y aunque en otra época habría disfrutado con todo aquello, esta vez sólo me dio lástima. Porque por más que mi madre se lo tomara así, para mí no se trataba de ninguna competición, sino de activismo. Que comprobaran por sí mismxs que se puede comer de todo -y por de todo entiendo yo proteínas, hidratos y grasas saludables en las proporciones adecuadas- sin necesidad de maltratar a ningún animal y sin que se trate de algo insípido, aburrido o especialmente complicado de hacer.  Que entiendan que ser veganx no es una promesa a la virgen ni una dieta para adelgazar, sino una filosofía de vida. Y si no lo quieren entender, como al parecer le pasa a mi madre, al menos que lo respeten. Que tampoco creo yo que sea tanto pedir.

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crackers con camembert y alcaparras

*crackers saladas con camembert vegano y alcaparras en salmuera*

Y esta mañana amanecerá siendo septiembre. Y en mi cocina hará cada vez menos calor y yo aprovecharé para darle caña a todos esos libros y trastos que me he comprado. Para seguir incursionando en el entretenido mundo de las leches vegetales y los quesos veganos. Para estudiar nuevos modos de utilizar la soja texturizada y el tempeh. Para llenar el congelador de tupers y que Nacho no tenga que comer en el curro flamenquines y pasta con tomate de bote un día sí y otro también. Para que Paula coma cada vez mejor, por más que eso tenga a mi madre en un sinvivir. Para animar al Escocés, que de momento ha vuelto a tontear con el vegetarianismo, a que dé un pasito más, si quiere…

Y mientras observo cómo en mi encimera germinan las semillas de kamut con las que haré rejuvelac, me da por fantasear con un restaurante chiquitito en el centro, en el que entrarían fundamentalmente guiris y perroflautas. Y qué nombre le pondría, me digo. Y me viene a la cabeza aquel trozo de tela con letras blancas y azules bordadas por mí, que rezaba ‘KISS THE COOK’ y que presidía nuestra cocina de Gelves. Qué me gustaba a mí aquella cocina, con su despensa llena de mierdas vegetarianas, su ventana (la favorita de nuestros gatos) a la calle, y su mesa-libro, blanca de patas negras, en la que nos encantaba tantísimo tomar el té y jugar a las cartas y charlar sobre las cosas verdaderamente importantes. Porque un hogar es una cocina en la que te puedas sentar a tomar el té y a charlar mientras tus gatos miran tranquilamente por la ventana.

trufas2

*Trufas de dátiles, avellanas y cacao, cubiertas de chocolate al aroma de coco*

Luego vuelvo al presente, a mi cocina sin mesa, sin ventana a la calle y sin gatos, porque desde que Brow dejó a Livia tuerta mi casa es como la Alemania del muro. Y el muro es la puerta del pasillo. Y mis gatos viven del pasillo pa’dentro y Brow del pasillo pa’fuera. A mi cocina sin ‘KISS THE COOK’, pero con la ‘Defensa de la alegría’ de Benedetti copiada a pluma por Mariajo, eso sí. A mi cocina con su frigo cubierto de fotos, de imanes de viajes propios y ajenos y de pegatinas con mensajes antiespecistas. Y, cuando lo abres, lleno de leches vegetales y miso blanco y oscuro y verdura comprada en la frutería del barrio. A mi cocina con sus baldas llenas de especias, de cereales, de legumbres compradas a granel. Con sus trastos, la mayoría comprados a medias con el Escocés, cuando no son regalos suyos directamente, a pesar de estar separados. Y me doy cuenta de que todas esas cosas no han llegado aquí en un día. Que cada una tiene su historia, como la tuvo aquel trozo de tela enmarcada en su momento. Como la tiene el elegir no comer de todo. Y que eso también es hogar.

–  I’m stuck. Does it get easier?

– No.

 

Martes. 6.30. Apago el despertador, voy a la cocina y, sin abrir del todo los ojos, enciendo la cafetera. Sentada en una de las sillas del salón acaricio a Brow mientras me tomo el que será mi primer café del día. Solo, una y media de azúcar. Ya con algo de cafeína en el cuerpo preparo los desayunos de los demás: cereales con leche de avena y café con leche de soja y dos de azúcar para Nacho. Café con tres de azúcar y leche sin lactosa para Paula. No apago la cafetera por si Chema quiere uno cuando llegue. Solo, sin leche ni azúcar. Luego guardo la comida de Nacho en la bolsa verde: el tuper grande con la quinoa con verduritas que saqué del congelador la noche anterior , el tuper pequeño con los picos, las dos piezas de fruta y los cubiertos. Sólo entonces me voy a la ducha, pasando por el cuarto de Paula para verla dormir antes de que se despierte. Me enjabono con el gel de té verde, no con el de sales -ése lo reservo para las mañanas en que no tengo nada que hacer y me quedo en casa chumineando- y una vez seca me doy la protección solar 50 para que la piel me la vaya absorbiendo.

Nacho es el primero en irse. Diez minutos después lo harán Chema y Paula. Yo seré la última. Y lo haré dejando solos a un perro del pasillo pa’fuera y a dos gatos, una tuerta y otro gordo y asmático, del pasillo pa’dentro.

8.10. Me enchufo los cascos y echo a andar bajo los árboles del paraíso, por aceras llenas de frutos redondos y arrugados como diminutas manzanas asadas. A mi izquierda, al llegar al final del puente de los bomberos, saludo al hombre que vende Kleenex y rosarios. A mi derecha dejo atrás la pequeña tienda de comida para llevar en la que no he entrado nunca a pesar de pararme siempre ante el escaparate. En mis oídos suena Stars, de Simply Red. So many words are left unspoken, the silent voices are driving me crazy. Y aunque me hace mierda oírla, vuelvo a ponerla en cuanto acaba. As for all the pain you caused me, making up could never be your intention. Y una vez más. You’ll never know how much you hurt me… La última, me prometo, sentada en el banco de piedra de la parada del 21 con mi bolsa verde sobre las piernas.

8.30. Mi segundo café del día me lo tomo en un bar en cuyas paredes hay mares y desiertos y rostros de mujeres sonrientes con pañuelos cubriéndoles el cabello. ¿La entera con tomate? pregunta la chica que trae mi tostada, al chico que hay detrás de la barra. Para la muchacha, responde él señalándome con la barbilla. La muchacha, repito para mí. Y sonrío.

20160607_0909178.55. La persiana metálica del restaurante está cerrada cuando llego, 5 minutos antes de mi hora. Y aunque el sol no pica tanto como para despertar a mi lobo, cruzo la calle. Y mientras hago tiempo, espalda contra la pared y bolso al hombro, observando a dos gorriones que dibujan arabescos en el aire mientras persiguen a una libélula, el sol, oculto tras una farola, me observa a mí.

Miércoles. 6.45. Apago el despertador y, sin abrir del todo los ojos, voy a la cocina y enciendo la cafetera. Sentada en una de las sillas del salón me tomo a solas el que será mi primer café del día. Solo, una y media de azúcar. Luego me pongo a preparar los desayunos de los demás: cereales con leche de avena y café con leche de soja y dos de azúcar para Nacho. Zumo de plátano, manzana, pera y naranja para Paula. Hago un poco de más por si Chema quiere un vaso cuando llegue. Hoy no meto nada en la bolsa verde. En un rato Nacho estará cogiendo un avión y aprovechará su viaje para comer sabe Thor qué mierdas. Pero eso será en un rato.

7.15. ¿Estás bien?, pregunta sujetando mi cara entre sus manos. ,  miento sin pestañear siquiera. Y sonrío como si haber tenido que renunciar a un trabajo que me encantaba y se me daba genial no fuera importante. Como si no llevara desde ayer aguantándome para no llorar. ¿Sabes lo que más me ha jodido de todo?, exploto, que cuando llamé a mis padres para contárselo, los dos me recordaron lo dura que es la hostelería y que yo estoy enferma. «Bueno, ahora te quedas en casa y cocinas para tu niña», remató mi madre. Me dio la sensación de que de algún modo les aliviaba que no pudiera aceptarlo. Y que, de algún modo también, no habían oído una palabra de la parte en la que les explicaba que si no me quedaba era porque parte del trabajo implicaba servir a mesas que estaban fuera y llevar comida a las oficinas de los alrededores que las encargasen, no porque no me hubieran ofrecido el puesto. Nacho me mira con una mezcla de pena y rabia. Tus padres siempre animando, responde justo antes de abrazarme. Lo siento tanto, amor… añade al oído.

8.40. Cuando todos se han ido enciendo un fuego y pongo a cocer los garbanzos que dejé anoche en remojo para hacer hummus. En otro caliento agua para escaldar los tomates y preparar gazpacho. Tengo la nevera a reventar de comida -tofu ahumado con verduritas, garbanzos con espinacas, lentejas- pero aunque no tengo nada de hambre, el cuerpo me pide cocinar.

Mañana será otro día, me digo. Pero hoy sigue siendo ayer. El martes en que el sol parecía estar contenido en una farola.

12.05. Me meto en la ducha. Abro el gel de sales.

Tengo que empezar aclarando que la repostería no es lo mío. No es que lo salado lo sea, pero lo dulce definitivamente se me da peor. La tarta Sacher no me sale mal, is true, pero siempre hay algo que jode el invento: o echo más mermelada de la cuenta y las partes bailan (porque a mí toda la mermelada de albaricoque del mundo me parece siempre poca), o se me quema por arriba y por el centro no se termina de hacer, o la corto como cuando estás aprendiendo a escribir en folios sin pautar, que empiezas muy rectito y acabas como un mono borracho. A veces hasta se da más de un algo en la misma tarta. Si la sigo haciendo es porque lleva chocolate y me harto de lamer moldes y boles y varillas antes de meterlas en el lavavajillas y sólo por eso ya me compensa. Bueno, y porque cuando suena la flauta y sale bien, está que te mueres.

Luego están los fracasos absolutos, como aquellas galletas de avena y café que vi en el blog de Olga y que ella insistía en que estaban buenísimas y que eran muy fáciles y que había que hacerlas. Y a mí, que me gusta más un charco que a un cerdo una charca, me tiré de cabeza. Y cuando estaba ya empantaná haciendo la masa, me di cuenta de que un paquete que yo creía de copos de avena era, en realidad, de soja texturizada. Vamos, que no tenía avena suficiente. Para terminar de arreglarlo, en vez de sobre una bandeja, yo las hice sobre una rejilla (asín soy yo, el que quiera que me compre y el que no…). Y la masa, inconsistente ella, se derramaba dibujando surcos, que aquello parecía más vómito de gato que un proyecto de galletas. Vómito de gato que, como cabía esperar, no se terminaba de cocer. Seguro que dejándolas un rato más, pensaba yo… Lo importante es el interior, pensaba también…. Así que acabé haciendo lo que se hace cuando tu pareja se ha convertido en alguien con quien compartes piso, pero no te atreves a romper porsiaca no encuentras a nadie más que te aguante: fingir que todo va bien (- ¿Cómo van esas galletas, bombón? / -… bien, bien)  y darnos un tiempo (yo diría que en 10 minutitos más, están). Y qué tiempo más malamente invertido, joe. Más me habría valido bajar a la tienda y comprar un paquete de galletas hechas sin amor pero comestibles, en vez de acabar con una montaña de galletas quemadas y duras como… como…. nada, tú, que sólo se me ocurren analogías hardcore que no puedo poner aquí si quiero que éste siga siendo un blog familiar y decente, como yo. A lo que iba, que acabaron todas en la basura. Eso sí, aprendí un par de lecciones valiosísimas esa tarde que voy a dejar por aquí por si a alguien les sirven: 1) hay que comprobar BIEN que tienes todos los ingredientes antes de ponerte a cocinar y 2) hacer galletas sobre una rejilla es MAL.

Afortunadamente toda regla tiene su excepción. Y este bizcocho de zanahoria y nueces es la mía dentro del universo de los postres libres de crueldad animal. Hasta a Paula, que arruga la nariz siempre que oye la palabra vegano, le encanta tantísimo que prefiere llevarse un trozo de bizcocho para el recreo, que un bocata de jamón. A veces hasta me pide que le eche dos trozos para así poder comerse uno y trapichear con el otro (y probar así lo que llevan los demás). A Lola también le encanta, pero Lola no cuenta porque es mu’cumplía y una gorda como yo, y se come lo que le echen.

La  receta que sigo yo para hacer mi ya archifamoso bizcocho de zanahorias está (muy) inspirada en esta otra. ¿Diferencias? Básicamente yo no echo agua, sólo zumo de naranja (o de mandarina, lo que tenga a mano) y le añado también ralladura (la que me parece, depende de las ganas que tenga de rallar ese día); en vez de 270 gr. de azúcar echo 250 gr. (porque la primera vez que lo hice, siguiendo esta receta, me pareció que estaba demasiado dulce, pero eso va en gustos); pongo 130 gr. de nueces porque son las que vienen en un paquete de Borges, si vinieran 100 ó 90, pondría eso; ah, sí, y la harina integral, que no especifica de qué, yo la uso de espelta. Y ya’stá.

Para hacer este bizcocho necesitarás un horno (a ser posible que marque los 180º, no como mi cutrehorno), 2 boles grandecitos, un colador (para tamizar la harina y el azúcar glass si le vas a hacer un glaseado), un procesador de alimentos (para triturar las zanahorias y romper un poco las nueces), una balanza de cocina, un vaso medidor de líquidos, unas varillas y una serie a la que estés enganchadx.

Ingredientes

bizcocho

porción de bizcocho lista pa’hincarle el diente

  • 300 gr de harina de espelta integral
  • 250 gr de azúcar sin refinar
  • 320 ó 340 gr de zanahoria cruda, sin piel y triturada
  • 130 gr de nueces troceadas (no trituradas, que estén enteritas)
  • 200 ml de zumo de naranja
  • 180 ml de aceite suave (yo uso uno de girasol pero del bueno, sin refinar)
  • 1 pizca de sal
  • 1 cucharadita de bicarbonato
  • 1 cucharadita de levadura en polvo Royal
  • 1 cucharadita de canela en polvo
  • 1 cucharadita de jengibre en polvo
  • ralladura de naranja (no la mido, echo la que me parece)

Preparación

Antes de nada, pon el horno a 180º (que en mi horno sabe dios cuánto será en realidad, porque mide la temperatura como el chiste aquel de la piedra) y prepara el molde donde vayas a hacer el bizcocho. El mío es el típico molde redondo antiadherente y desmoldable, de 26 cm de diámetro (porque 23 era poco y 27 mucho), pero aun así lo engraso con margarina vegetal por los lados y en el fondo le pongo papel para horno.

En una procesadora parte las nueces un poco. No las hagas polvo, que se noten los trozos. Las reservas. Ahora tritura las zanahorias. Éstas sí, a saco. A mí me gusta que queden muy muy trituradas. Si no tienes procesadora puedes partir las nueces a mano o con un cuchillo, y las zanahorias las puedes rallar en un rallador de queso, que también quedan bien.

Ahora coge 2 boles grandecitos (el segundo más grande que el primero porque al final vamos a mezclar todo en él).

* En uno pones: harina, levadura, bicarbonato, canela, jengibre y sal. Lo mezclas un poquito con una cuchara y reservas.

bizcocho zanahoria

recién salido del horno; a éste no le puse el papel de aluminio y se tostó un poquito de más.

* En otro pones: aceite, azúcar, zumo, ralladura, zanahoria y nueces. Yo pongo primero el aceite, el zumo y el azúcar, bato un poquillo con las varillas y luego añado zanahoria y nueces. Pero si lo echas todo junto, se mezcla bien con una cuchara. A mí es que las varillas me gustan mucho y siempre busco una excusa pa’usarlas.

A continuación añade la mezcla del primer bol (harina et.al) en el segundo y ve haciendo que se integre todo. Yo tiro de varillas again porque me mola y porque ya que las he ensuciado, aprovecho. Cuando acabes, antes de echarlas a lavar, acuérdate de rechupetearlas bien. De nada.

Y como ya debería estar el horno caliente, vuelcas la masa en el molde (puedes usar una espátula de silicona para aprovechar todo bien o puedes ser un/a gordx de pro, y lo que caiga, cayó, y lo que no a rebañar con los deos, que pa’eso los tienes) y pa’dentro. Yo lo suelo poner lo más abajo posible porque mi horno es mierda seca (vivo de alquiler y es lo que hay) y sólo calienta por arriba, así que si lo pongo en el centro, se me quema. También suelo tener preparado un trozo de papel de aluminio, con agujeros hechos con un palillo, para tapar el bizcocho en cuanto empieza a subir y que no se me achicharre pero respire. Luego vuelvo a guardar el papel de aluminio para usarlo en el próximo bizcocho.

dontflirtTambién es conveniente ponerte algún temporizador, o un episodio de Jessica Jones (seriaca, by the way), o algo que dure unos 45-50 min., para acordarte de sacarlo del horno. Yo hago las dos cosas, temporizador en el móvil y episodio de la serie que esté viendo para no estar cada 10 minutos yendo a la cocina y salivando. Luego, a los 50 min., sin apagar aún el horno porsiaca, metes un cuchillito en el bizcocho y ves si sale con restos de masa o limpito. Si sale limpito es que tienes un horno bueno y que el bizcocho ya está. Y además te ahorras limpiar el cuchillo, todo son ventajas. Si sale enguarrao, lo dejas 10 minutillos más y a los 10 minutos le pegas otra puñalá a ver si ya sí o lo qué. Olga dice que los bizcochos se siguen haciendo durante un ratillo una vez que los sacas y si lo dice ella debe ser verdad.

Ahora viene la parte más difícil (e importante): sacar el bizcocho del horno, en su molde, con toda la cocina (y el salón y la casa de tu vecinx) oliendo que te mueres, y dejarlo ahí, reposando, sin tocarlo pa’na, dos horitas mínimo. Que a mí me recuerda a los noviazgos de antes. Lo puedes oler, eso sí. Y mirar. Y hacerle fotos y subirlas a las redes sociales, como hago yo, que soy más jartible con las fotitos desde que me he hecho vegana… todo el puto día subiendo fotos de lo que como. Lo que no puedes, bajo ningún concepto, es pasarlo a un plato, porque se desinfla más rápido que… bueno, eso, que se desinfla.

Pasadas las dos horas (si es invierno un poco menos) ya puedes desmoldarlo y ponerte de bizcocho hasta el ojete. Y rodar feliz por la vida, como hago yo. Que son dos días y aquí estamos pa’pasarlo bien.

Glaseado: si con 250 gramos de azúcar que lleva este bizcocho (270 gr. si hacéis la receta original) ves que todavía no te subes por las paredes, siempre puedes glasearlo. ¿Cómo? Fácil: pesas 220 gr de azúcar glass, mides 3 cucharadas de zumo de naranja, tamizas el azúcar para que no queden bolitas y lo mezclas todo en un bol (con un tenedor mismo, o con las varillas si no las has rechupeteado antes) y cuando tenga la consistencia que tú quieres, se lo echas por encima al bizcocho previamente desmoldado y esperas a que se enfríe (el glaseado, ofkors). Quedar queda más bonito, pero para mi gusto tanta azúcar por encima enmascara el sabor del resto.

Ea, pues con esto y un bizcocho (ay, qué salires tengo)…  Go vegan, madafaka!:)

Cosas que me gustan de trabajar en una cocina vegetariana (so far):

  1. No tengo que manipular carne ni pescado. Que yo recuerde la única carne fresca que he manipulado en mi vida eran los filetes de pollo que hacía en la plancha para Wilma y más tarde para la Susi. Y los filetes de ternera, para la Susi también. Y me daban muchísimo asquito. Sobre todo los de ternera, que soltaban sangre. Porque no es «juguito», es sangre. De la ternera. Y Paula protestaba porque a ella no le preparaba carne y a la Susi sí. Y qué le iba a decir yo, si era verdad. (…) cómo echo de menos a la Susi, joe.
  2. Tengo que vestir de negro, mi color favorito para las camisetas porque no se nota (demasiado) que no uso sujetador. Si a eso le sumas que llevo delantal encima, ni te cuento. Un sueño.
  3. No tengo que ir arreglada. Puedo recogerme el pelo en una cola al llegar y ya (que es lo que hago). Tampoco tengo que ir maquillada (y me consta que en ciertos trabajos, si eres mujer, más te vale ir «mona»), lo que me viene perfecto porque en mi casa no ha habido nunca ni una barra de labios, ni un bote de maquillaje, ni na.
  4. Puedo comer de todo lo que se hace. En 4 días he probado: ensalada de quinua (me ha dicho una amiga que se dice así, y no con «o», y yo le voy a hacer caso), guiso especiado de patatas, pakotas, hummus de berenjena, falafel casero, croquetas de setas, de manzana y de zanahorias, salmorejo de remolacha, ensalada de col con pasas y zumos varios. Y seguramente más cosas que ahora no recuerdo. Todo ecológico además, que esto se me había olvidado contarlo.
  5. Aprendo mucho. No sólo sobre cocina, también sobre por qué un plato puede tardar una eternidad en salir cuando estás sentado a la mesa y, media hora antes, has sido un/una maleducadx con la camarera. Consejillo: sed educadxs, siempre. No para que vuestro plato no tarde media hora en salir, simplemente porque sonreír, saludar al llegar y despedirse al salir, y decir «por favor» y «gracias» es gratis. Y porque se gana más lamiendo que mordiendo.
  6. Me río mucho, sobre todo escuchando a M. hablar solo, o maldecir en italiano y al segundo siguiente canturrear poniendo tonito.
  7. Dejarme caer en el sofá cuando llego a casa, después de 6 ó 7 horas de pie y sin parar un segundo, es droga dura.
  8. ¿He dicho ya que puedo ir sin sujetador? 🙂

naranjas

Y hoy en Sevilla es fiesta. Y hace un día espectacular (salvo que no te pueda dar el sol, como a mí, en cuyo caso hace un día de mierda). Y quienes no se hayan ido a la playa estarán, emperifollaos perdíos, en la Catedral, viendo bailar a unos niños vestidos de antiguo. Lo sé porque la gente en Sevilla es así. Yo no. Yo hoy no trabajo, así que estoy en camiseta y bragas. Porque ya hace calor, aunque no tanto como para ir en tetas.

Y en mi cocina, la tercera desde que vivo con Nacho, hay una fuente con triangulitos de tofu en salsa de naranja, miso blanco y 5 especias chinas macerando mientras escribo esto. Y hay también media naranja que olvidé guardar en el frigo hace una semana y que han colonizado las hormigas. Y cada vez que la veo me recuerda a nuestra primera cocina -que era, si cabe, más cutre que ésta- y a aquella piruleta con forma de corazón de la que sólo dejaron el palo. Y me quedo embobada mirando cómo se sumergen bajo la piel de la naranja. Que no sé a vosotrxs, pero a mí me parecen las hormigas más bonitas del mundo.

Y me paso el día con una sonrisa en la boca sin terminar de creerme que todo esto me esté pasando.

Cuando empiezas a vivir a los treinta y pico, como me pasó a mí hará unos doce años, casi todo lo que llega lo hace a destiempo. No tarde, porque tarde llegas a los trenes que no coges y yo los estoy cogiendo todos. A destiempo sí. Porque a mis 44 años siento que no me da la vida para todo lo que tengo aún pendiente.

Martes 17 de mayo (wasap)

Hermana, Fulanito va a abrir un nuevo restaurante vegetariano/vegano y está buscando alguien para la cocina. Yo le he dicho que tú te has hecho vegana y que cocinas de puta madre. Me ha dicho que te pases a verlo. Llámalo y queda con él. Su teléfono: 555…

Y aunque siempre me he negado en redondo a aprovechar cualquier oportunidad que viniera en forma de recomendación, esta vez no me lo pensé dos veces y marqué. Y dos días después me planté allí con mi camiseta favorita (la negra, ancha, que reza: «Fisher & Sons. Funeral Home»), mis vaqueros rotos y más nervios que vergüenza, a pedir trabajo. Que total, el no ya lo tenía. Y probablemente por apellidarme como me apellido, porque por mi experiencia en restauración ya te digo yo que no fue y por mi escote definitivamente tampoco, decidieron darme una oportunidad de ésas que no cuenta una con tener, menos a estas alturas de la película.

Viernes 20 de mayo (wasap)

Buenos días G., como verás cuando las cosas vienen para uno hay que dejarse llevar. La mamá de una de mis cocineras está muy mal y a punto de terminar, y no puede venir a trabajar. Puedes venir desde hoy o mañana??

Y eso hice. Dejarme llevar.

Y ese mismo viernes aterricé en aquella diminuta cocina formada por una especie de pasillo estrecho, donde están los congeladores, el frigo de la verdura, la Thermomix y la tabla donde preparamos las ensaladas y, a continuación, una zona cuadrada donde están los fregaderos, el lavavajillas, otra zona de refrigerados donde se etiquetan y se guardan los platos preparados, con una encimera arriba donde cocinar y, para terminar, el frontal del infierno: los fuegos, las freidoras y el horno. Hay también una ventana chica pero pa’mí que está de atrezzo porque no corre una puta gota de aire. Que hace más calor allí dentro que follando ya os lo podréis imaginar… Si además coincidimos lxs 3 cocinerxs y lxs dos camarerxs, el camarote de los hermanos Marx es una suite con terraza comparado con aquello. En cuanto a lxs cocinerxs, por ahora conozco a dos de lxs tres que forman la plantilla: M., un italiano treinteañero, con perilla de chivo y menos chicha que un yonki de los 80, que canturrea mientras cocina y maldice en su idioma natal, especialmente cuando lxs clientxs piden hamburguesa, y D., una uruguaya algo mayor que yo, experta en repostería y en mantener la cocina como los chorros del oro.

Y así ha sido como, en apenas 4 días y sin creérmelo aún del todo, me he visto con un delantal negro y un gorro naranja (ambos prestados), cortando verdura, emplatando humus de 3 sabores, pelando patatas como si estuviera en la mili, rompiendo accidentalmente la tapa de la Thermomix (fue prácticamente lo primero que hice na más llegar, que esto es como rayar tu coche nuevo, cuanto antes te lo quites de encima, mejor), echando las croquetas en la freidora que no era y rebanándome la yema del dedo gordo de la mano derecha con una mandolina más traicionera que la parte adhesiva de un salvaslip.

Que es cierto que cocinar, lo que se dice cocinar, no estoy cocinando. Aunque tampoco es que me importe… ya habrá tiempo de demostrarlo si al final resulta que se me da bien (y yo creo que sí). De momento me conformo con hacer de pinche y tomar nota mental de todo lo que puedo. Como que las croquetas quedan preciosas y doradas si las empanas con maíz molido en vez de con pan rallado. O que la tofunesa (mayonesa vegana hecha con tofu ahumado) es tan fácil de hacer como la veganesa y va mejor para decorar platos. O que las setas con salsa de vino están aún mejor que salteadas y ya. O que si cueces patatas y después las cortas en trozos irregulares, las fríes, les echas sal y te las comes, llegas al orgasmo sin tocarte ni na. O que mientras me toque trabajar con la radio puesta de fondo, va a ser inevitable acordarme de A. cada vez que M. tararee una coplilla de Fito.

Y que sí, que llego a mi casa pa’que me recojan con cucharilla, sin ganas de entrar en la cocina (en la mía) ni pa’hacerme la cena… Pero sólo con lo que estoy aprendiendo ya me salen las cuentas de todas las horas que estoy echando sin que me paguen una mierda con el rollo de que estoy a prueba. Y por más que a mi madre le haya faltado tiempo para recordarme que yo no puedo trabajar en algo tan duro, y que a ver si me va a dar un brote, y que qué necesidad tengo yo de trabajar (¡y a mi edad!) si con lo que gana Nacho vivo mejor que quiero, lo cierto es que yo estoy más feliz que un cerdo en una charca :). Y más que voy a estar si paso el periodo de prueba y me hacen un contrato.

Para celebrarlo, y aunque esto sigue sin ser un blog de cocina, voy a dejar por aquí la receta de una crema súper sencillita que hice el otro día con restos de cosas que tenía por casa y que resultó estar dulce (como por otro lado cabía esperar) pero muy rica. Se puede servir caliente o templada (a mí me gusta más templada).

Crema dulce de calabaza

Ingredientes (para, aproximadamente, 4 raciones de entrante)

  • 1 puerro grandecito.
  • 2 zanahorias grandecitas también.
  • calabaza (yo usé una rodaja de calabaza japonesa que pesaría como 500 gr. con la piel, calculo)
  • un chorrito de algún aceite suave (yo usé de girasol sin refinar)
  • 1 lata de leche de coco.
  • 1/2 cucharadita de concentrado de vainilla con bourbon (yo lo compré en la sección de repostería).
  • pizca de sal.
  • semillas o germinado de semillas para decorar (yo usé semillas de amapola)

Preparación

Puedes preparar las verduras al horno o al micro.

cremaSi vas a hacerlas al horno, ponlo a precalentar a unos 180º. Mientras se va calentando, prepara las verduras: quita la parte verde del puerro y lava y corta en dos, a lo largo, la parte blanca, pela y corta en rodajas las zanahorias y por último pela y corta en trocitos la calabaza. Ahora corta un trozo de papel de aluminio suficiente para hacer las verduras en papillote, colócalas sobre la mitad del papel de aluminio, rocíalas con un chorrito de aceite y una pizca de sal, cierra el papel sin aplastarlo sobre las verduras, y al horno hasta que éstas estén blandas (el tiempo que tengas que dejarlas dependerá de cómo la hayas cortado, entre otras cosas; puedes echarles un vistazo cuando lleven media hora o 3/4 y moverlas un poco si no están). Si tienes la vaporera de Leuke (o de otra marca), prepara las verduras igual y ponlas en la vaporera con el mismo chorrito de aceite y sal, y al microndas a potencia máxima hasta que la verdura esté blandita (lo mismo, ponla y ve mirando).

Cuando la verdura esté blandita, pásala al vaso de la batidora o a la Thermomix (pero cuidado con la tapa, que me han contado que se rompe con mirarla) y tritúrala. Ve añadiendo la leche de coco y sigue batiendo. Cuando quede tipo crema (puedes pasarla por un chino o no; yo la pasé) le añades la vainilla, mueves bien para que se reparta y listo.

Sirve con unas semillas por encima, que además de darle un toque crujiente, visten mucho 🙂

 

Mi cocina, para que os hagáis una idea, es como la de un piso de estudiantes. Electrodomésticos baratos, muebles blancos de melamina, encimera de conglomerado forrada de plastiquillo (imitación de granito), hornillo de gas. No es especialmente pequeña, pero sí mal distribuida, con lo que más de 3 personas o se organizan y se restriegan en condiciones, o se estorban. Tampoco es especialmente oscura, pero cuando se va el sol, las luces parece que estén puestas a mala idea para que te hagas sombra y te rebanes un dedo a poco que te descuides cortando cebolla.

El que caso es que antes todo eso me la pelaba bastante. Porque cuando lo único para lo que pisas la cocina es para cocer pasta, poner cosas al horno (qué horno más malo, pordiosbendito) y coger la publicidad que guardas en el segundo cajón para pedir comida a domicilio, que sea más o menos espaciosa, más o menos luminosa, no es algo que te quite el sueño.

Entonces me fui a Bolonia con Nacho. Y estando allí decidí que aquel era un lugar perfecto para despedirme del queso. Y de los helados. Así que me puse hasta el ojete de quesos. Y de helados. Y de limoncello, que no entraba en mis planes dejar, pero algo había que beber. Y aunque a nuestra vuelta a casa algún paso atrás di, especialmente en momentos de mucho estrés, hubo un día en el que supe que no iba a comer más lácteos (voluntariamente al menos) en mi vida. Ni más huevos. Lo que suponía renunciar no sólo al parmesano, pecorino, gorgonzola, gouda, ricota y mozzarella, también a las tortillas de patata de mi madre, que antes eran mi refuerzo positivo cada vez que venían a verme. Y a mojar la yema (porque yo nunca me he comido la clara) de los huevos fritos; fritos por mi padre, que es la persona que mejor fríe los huevos del mundo, con la yema líquida y la clara cuajadita, pa’que no se mezcle, y con los bordes como el volante de un traje de gitana.

Y empezó el después. Y me puse a bichear. A buscar recetas en blogs veganos. Y a comprar harinas raras y sales de colores y especias de las que no había oído hablar en mi vida. Y mis baldas empezaron a llenarse de botes de cristal con semillas, cereales y legumbres. Y el Escocés me regaló una tabla de mármol preciosísima y enorme que me encanta, porque es como tener una encimera buena, o un trocito de ella. Y me regaló también un molinillo de pimienta de los caros, de esos que tienen distintas posiciones y te duran toda la vida, como los matrimonios de antes. Y yo, que nunca voy sobrá de dinero, me fui comprando cosillas sueltas. Un juego de cucharillas para medir. Un molde para hamburguesas. Uno para hacer bizcochos. Sartenes. Ollas. Libros… libros maravillosos con fotos de esas que dan ganas de lamer la página. Y descubrí que aunque soy capaz de acumular 3 jerseys, 2 camisetas y unos vaqueros encima de la bici estática y verlos ahí dos semanas sin echarlos de más, en la cocina soy incapaz de ver los fuegos sucios o de tener cosas por medio. Y aunque aún no tengo mucho repertorio, y aunque tengo muchísimo que aprender y muchísimo en qué invertir (porque esto es como el amor, depende de lo que te quieras gastar), hay dos o tres cosillas que me salen bien. Lo suficientemente bien como para que yo lo diga, que en esto (también), soy hija de mi padre y cada vez que me dicen que algo está bueno voy yo y le busco una pega. Pero a la tortilla no. La tortilla me sale perfecta, aunque esté feo que yo lo diga. Y no sólo de pinta, que eso no es mérito mío, sino de la sartén doble que me regaló mi madre por mi cumple y que es a las tortillas lo que el wonderbra al escote. Pero que de pinta al final es lo de menos. Que lo importante es el interior, eso lo sabe todo el mundo. En las tortillas y en las personas, si las vas a invitar a desayunar a la mañana siguiente. Y el interior, en esta tortilla al menos, está que te mueres. Y ya si le echas Calabizo, que es un chorizo vegetal hecho a base de calabaza, sale pa’dejarle un lado de tu armario y hacerle una copia de las llaves de tu casa. No es broma.

Y como la receta no la puedo linkear, porque es una mezcla de muchas otras, como la plastilina marrón, y de mucho ensayo y error, eso también, he decidido que la voy a dejar por aquí. Ya otro día me paso y escribo sobre el Escocés, que en febrero por poco se me muere y en abril, después de 8 años de celibato -o similar- se me ha echado novia. Y sobre Paula, que con 13 años recién cumplidos se ha ido una semana a Italia; y yo con 12 aún creía en los reyes, lo que son las cosas…. Y sobre el capítulo de un libro de Trabajo Social que me han encargado escribir y que, de hecho he escrito, y que me tiene con el subidón. Y sobre otras cosillas menos importantes, como esos tíos que son como trailers buenos de una peli mala. O sobre por qué odio los ebooks y por qué, en cambio, me ponen tantísimo los hombres con barba que leen a Faulkner en papel y ya puedes tú estar en bragas delante de ellos que no levantan la vista del libro hasta que no acaban el capítulo. Esos hombres….

De momento, la receta de la tortilla.

Tortilla de patatas vegana (para 2 o 4 personas, depende del hambre y las ansias).

 

Ingredientes:

tortillaca

Tortilla de papas con cebolla

  • 5 ó 6 patatas medianas
  • 1 ó 2 cebollas medianas (si sois de «tortilla sin cebolla», hacéoslo mirar)
  • aceite (yo para freír uso aceite de semillas, aunque si fuera rica usaría de girasol, de esos sin refinar)
  • sal normal (al gusto)
  • 1 cucharadita con copete de sal negra
  • 1/2 cucharadita de cúrcuma
  • 1 cucharada de vinagre de manzana
  • 125 ml de leche de soja sin azucarar (yo compro la de marca Yosoy, que la venden en Mercadona)
  • tortilla calabizo

    Tortilla de papas con Calabizo

    125 ml de agua mineral

  • 50 gr de harina de garbanzo
  • 40 gr de harina de maíz
  • pimienta
  • perejil
  • Calabizo (opcional).

Preparación:

Primero cortas las patatas y las cebollas (yo lo hago en cuadraditos muy pequeños) y las fríes, por tandas, a fuego lento, que se cuezan literalmente en aceite (sí, de régimen no es).  Quedan empapuchás, que decimos en mi pueblo. Cuando las saques, salas y reservas.

Para hacer el «no huevo», mezclas el resto de ingredientes (leche de soja, agua, vinagre de manzana, harinas de garbanzos y maíz, cúrcuma, sal negra, sal, pimienta y perejil). Yo recomiendo batir a mano con varilla para que no queden grumos. La sal negra es la que le da el sabor a huevo, el vinagre de manzana mata el sabor a garbanzos y la cúrcuma le da el color.

Luego mezclas el «no huevo» con las patatas y la cebolla que habías reservado, lo vuelcas todo en la sartén wonderbra (la mía es de 20 cm. de diámetro), previamente engrasada con una gotita de aceite por cada lado y caliente, y haces la tortilla como to la vida de dios.