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Las manos de mi madre son diminutas. Manos de niña en las que apenas cabe un poco de nada. Tumbada en el sofá, fingiendo leer un suplemento de los que trae mi padre, la observo coser el dobladillo de mis cortinas en silencio. Y sus pequeños dedos, torcidos por la artritis y ajados por el sol, me recuerdan a las ramas de una parra desnuda. Poco a poco, a medida que dejan de ser necesarios, los alfileres pasan a quedar atrapados entre sus labios, fruncidos con fuerza para evitar que acaben desperdigados por el suelo. Labios rojos, (mal) pintados un millón de veces mientras se mira en ese espejito de mano que lleva siempre en el bolso, (mal) perfilados para parecer más grandes. Como la cría que toma prestadas las pinturas de su madre para jugar con ellas a escondidas. Labios que apenas sonríen, quizá porque hayan olvidado cómo hacerlo. Yo nunca seré como tú, pienso. Y miro a Paula. Sus manos morenas y perfectas de dedos largos y finos. Manos en las que cabría el mundo entero si ella se lo propusiera. Y casi sin pretenderlo escondo las mías, blancas y diminutas.

Ella era la mayor de 8 hermanas. La que estrenaba la ropa que heredarían las demás. La que intentó seguir los pasos de su padre hasta que descubrió que ella era más de letras y se dedicó a estudiar civilizaciones antiguas y guerras entre países que hacía tiempo que habían dejado de existir.

Él nació con un pan a deber, dos bocas por encima y dos por debajo, el verano en que acabó la guerra. No tardó en entender que el hambre era la recompensa de quienes habían luchado en el bando equivocado. Que la vocación estaba reservada para quienes se lo podían permitir. Y a sus 9 años cambió los libros por un trabajo de repartidor.

Y como Madrid son dos calles, un día acabaron por cruzarse. Él con su tupé engrasado y su sonrisa mil veces ensayada ante el espejo. Ella con su melena lisa y aquellos enormes ojos verdes.

Y se enamoraron perdidamente, como sólo pueden hacerlo quienes no tienen nada en común. La hija del fascista y el hijo del republicano. La profesora de historia y el policía nacional. Y decidieron dar el salto. Buscaron una iglesia donde hacerlo oficial. Compraron el piso, la vajilla, el coche. Tuvieron dos niños y un perro.  A ninguno le dio por leer la letra pequeña.

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Ella se levanta tarde y, café en mano, se sienta a ver la tele. Lo hace un día. Y otro. Y otro. Hace años que dejó de dar clases. Que los niños se fueron. Que el perro murió. A veces se le derrama un poco de café sobre el pecho y no se da cuenta. A veces se queda dormida viendo como otros viejos que se han quedado solos buscan pareja. Y a veces mira hacia atrás y acaba sumida en una tristeza de la que tarda semanas en salir. Sola.

Él se levanta temprano. Se ducha y sale de casa para tomar café con un par de antiguos compañeros. Se ducha y sale de casa para no estar con ella. Lo hace una mañana. Y otra. Y otra. Y a veces no consigue recordar quién es esa mujer de pelo cobrizo y raíces blancas que dormita en el sofá. La observa en silencio, con su camisón manchado de café y su mirada perdida, tratando de adivinar si se sentirá tan sola como él.

 Y atrapados en un marco de plata sobre la librería de un salón en el que ya nadie entra, una mujer morena y un hombre sonriente posan juntos en el día de su boda. Y son felices para siempre jamás.

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Primera imagen. Una joven pareja posa para la foto en el claro de un bosque. Al fondo, un lago enorme y cristalino refleja los árboles que crecen junto a la orilla. Ella lleva un vestido elegante, ceñido hasta la cadera y con vuelo en una falda que le llega por debajo de las rodillas. Bordados en pecho y cintura, manga larga, tela gruesa. Lleva la mano izquierda cubierta por un guante oscuro, con el que a su vez sujeta otro. Zapatos negros, brillantes. Medias de nylon. Apoyada ligeramente sobre un roble viejo, dedica a la cámara su mejor sonrisa. No debe tener más de 20 años, si es que los ha cumplido. Pero no es su aspecto, ni su edad, ni el hombre que tiene a su lado. Es su expresión. Sus ojos, que también sonríen, dicen más de aquel día de lo que podría contarme hoy si aún viviera. Él, por su parte, se ve más confiado, más seguro. Subido a un pequeño tronco caído, rodea su cintura con la mano izquierda, mientras con la derecha sostiene un cigarrillo. Acaba de terminar la carrera y ya ha comprado su primera farmacia. Alto, delgado, atractivo, dedica a la cámara una sonrisa estudiada. Su traje de 3 piezas a medida y su corbata oscura hacen el resto. En apenas un año estarán casados y pasarán el resto de sus vidas juntos. Ella lo lavará, lo cuidará y le hablará sin obtener respuesta durante sus últimos años. Y aún le sobrevivirá 6 meses más. Él morirá sin saber quién es ella.

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Los bordes dentados dibujan una especie de marco amarillento alrededor de la segunda imagen. Se trata de una foto en blanco y negro, pequeña, 3×4 centímetros a lo sumo. En ella, una mujer joven y sonriente mira hacia la cámara mientras teje lo que parece ser una prenda de bebé. Lleva zapatos planos, vestido blanco por debajo de las rodillas, y labios pintados, quizá de rojo. A su derecha, izquierda según se mira, un hombre con bata blanca y pelo peinado hacia atrás lee una revista. Se le ve absorto, como si no hubiera notado la presencia del fotógrafo. Como si hacerse una foto con su mujer y su hija no fuera algo que mereciera su atención. A la derecha del hombre que lee, sentada en una diminuta silla de enea, una niña pequeña, no más de 2 años, sujeta un muñeco sobre sus rodillas y mira hacia la cámara. El sol, reflejado en las paredes encaladas del patio andaluz donde se encuentran, baña su cara regordeta y le hace fruncir un poco el ceño, aunque no tanto como para impedir que sonría. Lazo blanco en el pelo, a juego con el vestido, y rebeca con bordados. Es la hija del farmaceutico del pueblo. La primera de 8 hermanos. Pasaran 9 años más antes de que su padre venda la farmacia y se muden a Madrid, donde nadie los conoce, donde nadie los espera.

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Me acuerdo de ésta. Nos la hicieron el día que el hombre llegó a la luna. Cuando hacerse una foto era algo importante…

Es tu abuela Juana? – pregunto señalando a la mujer mayor que hay en el centro de la foto.

No, mi abuela Carmen.

La de los merengues?

La de los merengues. Era más buena…

La última es una foto poderosa. En el centro y en primer plano, una mujer de unos 90 años, vestida de luto, sonríe a cámara sin un solo diente que mostrar. Está sentada bien derecha, con las piernas muy abiertas, como una vendedora de sandías. Su mano izquierda descansa bajo su pecho, la derecha sujeta un bastón. Su pelo, completamente blanco, hace tiempo que quedó atrapado en un moño prieto a la altura de la nuca. El peso de los pendientes ha deformado sus orejas, que no siempre debieron colgar así. Sobre su pecho destaca una pequeña medalla de oro que ha besado cien mil veces y que a su muerte irá a parar a algún cajón, con el resto de sus joyas. A su alrededor hay 4 mujeres más, la menor de unos 11 años, el resto de entre 25 y 30. Todas, salvo la más pequeña, posan con sus vestidos cortos y peinados modernos para la época. Morenas por el sol, guapas, delgadas, seguras de sí mismas. La niña es la única, junto con la anciana, que sonríe de verdad. Nadie le advierte que en unos años, a los 19, atravesará el parabrisas de un coche y su cara quedará marcada para siempre. Nunca volverá a ser la misma.

– Me la puedo llevar?

– Claro, llévate las que quieras. Lo que no sé es para qué las quieres. 

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Un sofá-cama verde y una tele enorme y pesada, de esas que no se estropeaban nunca (no como la nuestra, que nos ha durado un año). A dos kilómetros de meta el tipo del que llevo oyendo hablar desde que empezó el Tour avanza a duras penas, como si estuviera hundido en aceite hasta la cintura. Un nota gordo, con la cara pintada a 3 bandas y su chándal de ir a comprar el pan, se le acerca por la derecha y le grita sus mejores frases de ánimo a un metro de la cara, al tiempo que otro tío en mallas, el primero de muchos, le adelanta por la izquierda sin ni siquiera mirarlo.

Pobrecillo, le ha dado una pájara… ¡Qué duro es este deporte!, sentencia mi madre mientras desenvuelve el segundo helado que mi hermano le ha traído de la cocina, se lo lleva a la boca como si fuera el primero y recoge distraídamente el chocolate que le ha caído sobre el pecho.

(…)

Ahí sigo, pedaleando en aceite…