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¿Será posible que todavía vea fotos como ésa y sienta mariposas en el estómago? 

Si fuesen mariposas, la cosa sería distinta.

Te encantaría verlas ahí, pegadas a los cristales de los escaparates como niños curiosos.

Cubriendo las paredes de ladrillo como una moqueta viva.

Y te pondría tremendamente triste encontrarlas sobre las aceras, aleteando moribundas a 40 grados a la sombra.

Y odiarías a los gorriones por cazarlas en pleno vuelo.

Pero son polillas.

Sombras torpes que espantas distraída con la mano cuando revolotean demasiado cerca de tu cara.

Siluetas que baten sus alas alrededor de la luz hasta quemarlas.

A mí las polillas no me gustan.

Y algunas vuelan en vertical, siempre hacia arriba, y acaban estampándose contra las ventanas, para morir agotadas sobre algún alfeizar.

Me parecen tan tristes, tan oscuras.

Y a veces ocurre que, de entre todas esas que vuelan en vertical – venciendo al calor y a los gorriones y los manotazos de gente a la que, como a mí, no le gustan las polillas-, hay una que sobrevive.

Buscando alguna rendija abierta por la que colarse.

Pero nadie quiere sentir polillas en el estómago.

Así que me aseguro de cerrarlas todas a cal y canto

Si fuese una mariposa…

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Eran los primeros exámenes de la carrera y, tras un primer semestre en el que mi principal reto había sido mantenerme alejada del ordenador y centrarme en los apuntes, aquella tarde volví a casa convencida de haber suspendido Psico, la única asignatura de la que no me había fumado ni una sola clase.

Parecía evidente, y así se lo dije a Paula cuando me preguntó qué me pasaba, que lo de volver a estudiar había sido una idea estúpida… Si aquel examen me había salido así de mal, siendo de lejos la asignatura que más me gustaba, para qué iba siquiera a pensar en presentarme  a los demás…

Un día después, mi hija apareció con una tarjetita en la que me animaba a seguir intentándolo y, just in case, con una pulsera-amuleto hecha por ella misma con un juego de abalorios de colores que le habían regalado por su cumple.

Y aunque sabe Paco que no era la pulsera más bonita del mundo -ni la más discreta-, y aunque no sé hasta qué punto me ayudó a aprobar, lo cierto es que desde aquel día ya no quise quitármela.

(…)

El pasado 29F, además de la camiseta que iba estrenando, tuvieron que cortarme el cordón que llevaba al cuello -con el yong que me hizo Óscar-, la pulsera de cuero que me habían regalado Ali& Natalia -incluida Sylvia, el erizo-,  y lo peor de todo, la pulsera-amuleto que me hizo mi niña, ésa que atraía a las mariposas…

Y aunque tanto Sylvia como el yong acabaron a salvo en una bolsita que le dieron a Nacho esa misma noche, la mitad de mis abalorios de colores debieron quedar olvidados en algún rincón de la ambulancia (que a mí ya me habían dado bastante suerte).

(…)

Esta mañana decidí que, ya que aquéllos no iba a poder recuperarlos, lo mejor sería mirar pa’lante y pedirle a Paula que me acompañase a comprar nuevos abalorios con los que hacer una nueva pulsera de la suerte.

Y tras mucho callejear, acabamos dando con una tienda súper pija en la que, una a una, elegimos un puñado de cuentas verdes (mi color favorito), a cual más bonita, que engarzamos al llegar a casa.

Y aunque todavía se me hace raro mirar mi muñeca izquierda y no ver esos colores a los que con el tiempo me había acabado acostumbrando, la verdad es que mi nueva pulsera es TAN bonita…

… que suerte no sé si me dará, pero a las mariposas no me las voy a poder quitar de encima 😀 .

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Que Bruselas, salvo la Gran Plaza, no tenía nada de particular ya lo habíamos leído por ahí. Pero a pesar de que con las ciudades, normalmente, pasa como con las pelis – que cuando todo el mundo te habla bien de ellas acaban decepcionándote un poco, y cuando te avisan de que son una mierda, sales de allí pensando ‘pues no ha estado tan mal…’– con Bruselas no fue así.

Igual, si me interesaran lo más mínimo los edificios, la Gran Plaza, con sus fachadas recargadas y sus dorados, me habría impresionado, aunque fuera un poquito. No era el caso. Pero allí estábamos y había que hacer tiempo de alguna manera; y ya que la opción A no estaba disponible, decidí sentarme en el bordillo de la acera, paquete de chocolatinas en mano, y hacer lo segundo que más me gusta: observar a la gente…

Supongo que lo mejor de viajar con pareja (incluso si fuera una a tiempo parcial), es que la ciudad en sí pasa a ocupar un discreto segundo plano, por lo que si al final llueve o resulta que no hay nada que ver fuera del hotel (y toca quedarse), no suelen escucharse demasiadas quejas… Sin embargo éste no era uno de esos viajes. En éste, por si llovía -Paco no lo quisiera- traíamos un parchís y una oca.

Afortunadamente no hizo falta sacarlos. Durante los dos días que pasamos en Brujas, todo lo que podía salir bien, salió mejor.

Un tiempo (atmosférico) perfecto – 20 grados, cielos encapotados y un IUV de 3 – me permitió unirme a casi todo: al paseo en coche de caballos por las calles adoquinadas del centro, en el que, entre otras cosas, nos explicaron la finalidad de aquellas caras en las fachadas de las casas (ahuyentar a los malos espíritus); al paseo en barco por los canales (en el que no nos enteramos de nada, pero nos hartamos de reír); a los paseos a pie, cámara en mano, en que lo mismo nos parábamos a comprar chocolate, que nos sentábamos a comer patatas fritas en cualquier plaza, o atravesábamos los frondosos parques llenos de cisnes en pleno centro de la ciudad…

Y al caer la noche, más paseos, más puentes, más fotos. Y es que, sin el apogeo de los caballos, las barcas y las tiendas, Brujas parecía otra ciudad, una que se miraba silenciosa en las aguas oscuras de sus canales tratando de reconocerse. Probablemente el sitio más bonito en el que yo haya estado.

Pero aunque aquello era difícilmente mejorable, aún no lo habíamos visto todo…

Apenas un mes antes, cuando decidimos preguntarle a Paula si quería acompañarnos, me puse a buscar cosas que hacer en Brujas yendo con niños. Y buscando, buscando, encontré un pueblecito, Knokke, un poco más hacia el norte, donde anunciaban una reserva de mariposas.

Según pude entender (porque la información era escasa y estaba, en su mayoría, en flamenco) se trataba de un recinto cerrado donde las mariposas volaban a sus anchas mientras tú paseabas entre ellas. El problema estaba en que las indicaciones para llegar hasta allí eran poco menos que inexistentes, así que acabamos por descartarlo.

Sin embargo, el último día, cuando nuestros planes de ir a Gante se chafaron, a Nacho se le ocurrió preguntar… y a pesar de que el sitio en cuestión no aparecía en ninguna de las guías, en el hotel nos aseguraron que estaba a tan solo 20 minutos en tren. Y pa’llá que nos fuimos, no muy convencidos de encontrarla, en busca de la reserva de mariposas. Y efectivamente, allí estaba…

Ni aunque escribiera mil posts tan largos como éste, sabría describir lo que sentí al entrar en aquella especie de invernadero y ver tantas mariposas, de tantos tamaños y colores (amarillas, anaranjadas, verdes, azules, negras, blancas, transparentes…), pasando por mi lado como si nada…

Durante un buen rato me quedé allí de pie, sin poder hacer nada salvo mirar. Luego, cuando por fin conseguí cerrar la boca y ponerme en marcha, mi cámara miró por mí. Por su parte, las mariposas no sólo se dejaban hacer, sino que incluso se posaban encima tuya a poco que te quedaras quieta (a ésta debieron atraerle los colores de la pulsera que me hizo Paula para darme suerte en los primeros exámenes).

La verdad es que todas eran bonitas, pero había unas en particular, grandes y azules, a las que no conseguía pillar con la cámara. Pasaban por mi lado continuamente, rozándome, pero nunca las veía posarse y parecía imposible pillarlas en movimiento…

Me llevó un rato darme cuenta de que aquellas preciosas mariposas azules eran las mismas que, con las alas cerradas, llevaba viendo posadas por todas partes desde que entré. Y es que, si al volar eran increíblemente hermosas, al cerrar las alas, salvo por el tamaño, pasaban completamente desapercibidas entre tanto derroche de color a su alrededor.

No sé cuánto tiempo estuvimos allí; más de dos horas, seguro. Sólo después de unos cuantos ‘un ratito más y ya está, de verdad… ‘, Nacho consiguió sacarnos a Paula y a mí a rastras de allí, y entre taxis y trenes volvimos a Brujas primero (a recoger las maletas) y a Bruselas un poco más tarde.

Allí seguía la Gran Plaza, igual de grande, igual de ostentosa, igual de protagonista, llena de turistas, como nosotros, que la fotografiaban desde todos los ángulos posibles y que bebían cerveza en sus terrazas.

Lo que no había era mariposas…

Y de repente, la opción de regresar al hotel y perder al parchís no me pareció tan mala.

‘Bolerish’ / Ryuichi Sakamoto.

(*) Más coplillas pinchando aquí.

(**) Más canales, mariposas y otras cosas por el estilo, en mi otro blog

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No me gustan las colecciones de mariposas. Me parece especialmente macabro verlas ahí, tras un cristal, con un alfiler atravesándoles el cuerpo…

Esta mañana, al pasar por el kiosko, vi que las vendían por fascículos, metidas en cajitas de plástico. Como si los lunes no fuesen bastante deprimentes por sí solos…

Tampoco me gustan los lunes. Últimamente los míos pesan casi tanto como los martes y los jueves juntos. Edificio 10. Edificio 14. Edificio 14. Pasillos. Edificio 14. Edificio 16. Edificio 10.  Parking 7.

Camino del metro me doy cuenta de que el hombre que vende kleenex en el semáforo, el que siempre sonríe y les hace moniguetas a los niños, no está. Tampoco está el otro, el que siempre lleva la capucha puesta y nunca devuelve la mirada.

Y yo sigo pensando en las mariposas…

A qué tipo de persona le hará feliz comprar una mariposa muerta dentro de una cajita de plástico? Qué pensará cuando una mariposa viva aletee a su alrededor?  ‘Eh¡ Ésta la tengo¡’ …  ‘Mmm, ésta no…’

Al pasar por delante del árbol que (casi) abraza a la palmera, miro a mi izquierda y veo a la gitana que intenta colocar sus ramitas de romero a los guiris que salen del hotel. Hace al menos un par de semanas que está ahí, aunque yo aún no he visto a nadie que quiera su romero…

Hoy tampoco llevo comida, sólo un par de barritas de chocolate y unas tortitas de maíz. No tengo mucha hambre últimamente. Será este calor. O el sol, que asoma cada vez más temprano y no se pone hasta las 9.

Llego por fin a la boca del metro, que hoy me parece más boca que nunca. Bajo cada escalón con la mirada fija en el siguiente mientras mi móvil se desentiende del resto del mundo.

Sentada en el banco del fondo, veo mi camiseta azul de Roxy, mis vaqueros, y mis botas reflejados en la mampara de cristal que me separa de la vía.

En mis cascos suena ‘Butterfly’.

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‘Es preciso que soporte dos o tres orugas si quiero conocer a las mariposas’ (Antoine de Saint-Exupéry, ‘El Principito’)

Que la naturaleza es sabia a la vista está: mi hermano sigue sin hacerme tía 8)

Pero no, esta vez no era de mi hermano de lo que quería hablar… la cosa es que el otro día, mientras le leía a Paula ese libro sobre bichos que le había comprado (ése que me gustaba tanto a mí), me puse a hablarle de las ranas, que nacen siendo, a todos los efectos, peces (con sus branquias de pez, sus ojos de pez y su cola de pez), para transformarse más tarde, como por arte de magia, en anfibios (con sus pulmones de rana, sus ojos de rana y sus ancas de rana). Lo que en mi pueblo llamamos una metamorfosis, y en este libro, Dos vidas.

Luego llegamos a la página de los bonobos, unos monos la mar de promiscuos que crean lazos familiares que duran toda la vida. Junto con los chimpancés, los primates más parecidos a nosotros. Y le conté a Paula que si teníamos tanto en común con los bonobos era porque, en algún momento, algunos de sus antepasados habían evolucionado hasta dar lugar a la especie humana.

‘O sea, que cuando nacemos somos monos y luego nos convertimos en personas, no?’

Tentada estuve de contarle que más de uno había que ni siquiera alcanza esa segunda fase…  Pero en vez de eso, le expliqué que no era así como funcionaba la cosa. En realidad era un poco más complicado…

Y le conté que la metamorfosis es un proceso y la evolución otro muy distinto. Que mientras la primera es una especie de borrón y cuenta nueva, la segunda es, básicamente, ensayo y error. Aprender, en el mejor de los casos, de tus propias equivocaciones.

Y en ese momento, mientras le hablaba a Paula de monos y anfibios, de evolución y metamorfosis, pensé en cuántas veces había deseado despertarme una mañana y no reconocerme en el espejo. Ser otra persona. Empezar de cero. Como las ranas.

(…)

El verano pasado decidí volver a estudiar (la especialidad de la casa: empezar cosas). A las pocas semanas de clases hubo un momento en que me sentí muy desubicada, como en una de esas comedias malas en las que el prota vuelve al instituto a los 40. E imaginé lo diferente que sería mi vida si hubiese estudiado cuando se suponía que debía hacerlo…

(…)

Esta semana hemos tenido que presentar un trabajo de psicología sobre el razonamiento contrafáctico. Para los que nunca hayáis oído hablar de esto, podríamos decir que es un tipo de razonamiento en el que, tras evaluar situaciones que ya han ocurrido, proponemos posibles alternativas que, hipotéticamente, habrían llevado a un desenlace diferente (mejor, se entiende). Es decir, no trata de predecir lo que podría llegar a ser, sino que aventura cómo podrían ser a día de hoy las cosas de haber tomado alguna decisión diferente en el pasado.

Y mientras estaba haciendo el trabajo, me he dado cuenta de que si hubiera estudiado esta misma carrera hace 20 años, no le habría sacado ni la mitad del partido que le puedo sacar ahora. De hecho, probablemente hace 20 años ni siquiera me habría interesado estudiar algo así…

Y he pensado que igual, por mucho que en su momento no le encontremos ningún sentido, las cosas no pasen porque sí… Y que quizá nos iría mejor si en vez de darle vueltas a lo que podría haber sido, nos parásemos a pensar en lo que podría llegar a ser…

… visto así, quién quiere ser rana?