‘Como si se pudiese elegir en el amor, como si no fuera un rayo que te parte los huesos y te deja estaqueado en la mitad del patio. (…) A Beatriz no se la elige, a Julieta no se la elige. Vos no elegís la lluvia que te va a calar hasta los huesos cuando salís de un concierto’. (Cortázar, Rayuela, capítulo 93)

Jueves 8 a.m.

Al otro lado de la ventana los vencejos planean, viran en las curvas, gritan desafiantes a una mañana que hoy ha amanecido gris y fresca. Sus siluetas negras enmarañan el cielo como quien garabatea la primera página de un cuaderno a estrenar.

Y me gustaría tanto poder unirme a ellos. No descansar hasta llegar a Málaga. Sobrevolar el cementerio de los ingleses y dejar tal vez una flor sobre aquella lápida medio rota en la que podía leerse: ‘ya no temerás más la luz del sol’. 

Y mañana a esta misma hora, de uno u otro modo, estaré camino de Portugal, con mi bolsa de Fisher & Sons, Funeral Home y mi ejemplar de Rayuela.

Porque aunque sé que lo prudente sería resguardarme de los rayos, de la lluvia, yo necesito salir a buscarlos. Que bastante tengo ya con pasarme la vida huyendo del sol como para andar evitando también la lluvia.

Y porque es lo que me cala hasta la médula lo que me hace sentirme viva.

Y que me parta un rayo me parece un riesgo asumible.

–  I’m stuck. Does it get easier?

– No.

 

Martes. 6.30. Apago el despertador, voy a la cocina y, sin abrir del todo los ojos, enciendo la cafetera. Sentada en una de las sillas del salón acaricio a Brow mientras me tomo el que será mi primer café del día. Solo, una y media de azúcar. Ya con algo de cafeína en el cuerpo preparo los desayunos de los demás: cereales con leche de avena y café con leche de soja y dos de azúcar para Nacho. Café con tres de azúcar y leche sin lactosa para Paula. No apago la cafetera por si Chema quiere uno cuando llegue. Solo, sin leche ni azúcar. Luego guardo la comida de Nacho en la bolsa verde: el tuper grande con la quinoa con verduritas que saqué del congelador la noche anterior , el tuper pequeño con los picos, las dos piezas de fruta y los cubiertos. Sólo entonces me voy a la ducha, pasando por el cuarto de Paula para verla dormir antes de que se despierte. Me enjabono con el gel de té verde, no con el de sales -ése lo reservo para las mañanas en que no tengo nada que hacer y me quedo en casa chumineando- y una vez seca me doy la protección solar 50 para que la piel me la vaya absorbiendo.

Nacho es el primero en irse. Diez minutos después lo harán Chema y Paula. Yo seré la última. Y lo haré dejando solos a un perro del pasillo pa’fuera y a dos gatos, una tuerta y otro gordo y asmático, del pasillo pa’dentro.

8.10. Me enchufo los cascos y echo a andar bajo los árboles del paraíso, por aceras llenas de frutos redondos y arrugados como diminutas manzanas asadas. A mi izquierda, al llegar al final del puente de los bomberos, saludo al hombre que vende Kleenex y rosarios. A mi derecha dejo atrás la pequeña tienda de comida para llevar en la que no he entrado nunca a pesar de pararme siempre ante el escaparate. En mis oídos suena Stars, de Simply Red. So many words are left unspoken, the silent voices are driving me crazy. Y aunque me hace mierda oírla, vuelvo a ponerla en cuanto acaba. As for all the pain you caused me, making up could never be your intention. Y una vez más. You’ll never know how much you hurt me… La última, me prometo, sentada en el banco de piedra de la parada del 21 con mi bolsa verde sobre las piernas.

8.30. Mi segundo café del día me lo tomo en un bar en cuyas paredes hay mares y desiertos y rostros de mujeres sonrientes con pañuelos cubriéndoles el cabello. ¿La entera con tomate? pregunta la chica que trae mi tostada, al chico que hay detrás de la barra. Para la muchacha, responde él señalándome con la barbilla. La muchacha, repito para mí. Y sonrío.

20160607_0909178.55. La persiana metálica del restaurante está cerrada cuando llego, 5 minutos antes de mi hora. Y aunque el sol no pica tanto como para despertar a mi lobo, cruzo la calle. Y mientras hago tiempo, espalda contra la pared y bolso al hombro, observando a dos gorriones que dibujan arabescos en el aire mientras persiguen a una libélula, el sol, oculto tras una farola, me observa a mí.

Miércoles. 6.45. Apago el despertador y, sin abrir del todo los ojos, voy a la cocina y enciendo la cafetera. Sentada en una de las sillas del salón me tomo a solas el que será mi primer café del día. Solo, una y media de azúcar. Luego me pongo a preparar los desayunos de los demás: cereales con leche de avena y café con leche de soja y dos de azúcar para Nacho. Zumo de plátano, manzana, pera y naranja para Paula. Hago un poco de más por si Chema quiere un vaso cuando llegue. Hoy no meto nada en la bolsa verde. En un rato Nacho estará cogiendo un avión y aprovechará su viaje para comer sabe Thor qué mierdas. Pero eso será en un rato.

7.15. ¿Estás bien?, pregunta sujetando mi cara entre sus manos. ,  miento sin pestañear siquiera. Y sonrío como si haber tenido que renunciar a un trabajo que me encantaba y se me daba genial no fuera importante. Como si no llevara desde ayer aguantándome para no llorar. ¿Sabes lo que más me ha jodido de todo?, exploto, que cuando llamé a mis padres para contárselo, los dos me recordaron lo dura que es la hostelería y que yo estoy enferma. «Bueno, ahora te quedas en casa y cocinas para tu niña», remató mi madre. Me dio la sensación de que de algún modo les aliviaba que no pudiera aceptarlo. Y que, de algún modo también, no habían oído una palabra de la parte en la que les explicaba que si no me quedaba era porque parte del trabajo implicaba servir a mesas que estaban fuera y llevar comida a las oficinas de los alrededores que las encargasen, no porque no me hubieran ofrecido el puesto. Nacho me mira con una mezcla de pena y rabia. Tus padres siempre animando, responde justo antes de abrazarme. Lo siento tanto, amor… añade al oído.

8.40. Cuando todos se han ido enciendo un fuego y pongo a cocer los garbanzos que dejé anoche en remojo para hacer hummus. En otro caliento agua para escaldar los tomates y preparar gazpacho. Tengo la nevera a reventar de comida -tofu ahumado con verduritas, garbanzos con espinacas, lentejas- pero aunque no tengo nada de hambre, el cuerpo me pide cocinar.

Mañana será otro día, me digo. Pero hoy sigue siendo ayer. El martes en que el sol parecía estar contenido en una farola.

12.05. Me meto en la ducha. Abro el gel de sales.

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El primer amanecer fue el más frío.

Doy un nuevo sorbo a mi té esperando entrar en calor y observo a la pareja que desayuna en la mesa de enfrente. Deben tener nuestra edad, un par de años más a lo sumo, y salvo por el color de pelo – una rubia, la otra morena – parecen ir uniformadas: mismos pantalones caqui con bolsillos, mismas  sandalias, mismo tipo de camiseta.

Pero aunque compartan mesa – y cama, imagino- , sus miradas no se han cruzado en el rato que llevo aquí, absorta cada una en la pantalla de su respectivo móvil. Los nuestros, a sugerencia mía, acabaron quedándose en casa. Bastante invisible me he sentido ya a lo largo de la semana a cuenta del puto wasap como para verme relegada a un segundo plano estando en un hotel.

En cuestión de minutos el resto de huéspedes comienza a ocupar el resto de mesas. Cafetera y tostadora se convierten en punto de encuentro donde guiris y autóctonos intercambian comentarios de ascensor mientras esperan. Se quejan del mal tiempo que les está haciendo. De la amenaza de lluvia. Del viento que ruge entre las palmeras.

Yo, que he tenido que venir todo el camino en el asiento de atrás – como los niños chicos – porque el sol daba por el lado del copiloto, no me quejo. Incluso el viento, que no ha dejado de enredarme el pelo desde que llegamos, me parece perfecto hoy.

(…)

La segunda noche llovió por fin. Llovió sobre nuestros mojitos y sobre nuestros brindis. Llovió sobre mojado.

Y al despertar nos encontramos con que el viento había desaparecido. Con que la arena, compacta tras la lluvia de la noche anterior, apenas se hundía bajo nuestros pies, iluminados a su paso por las luces que bajaban desde las casas.

Y si 4 años atrás pudimos ver el sol asomar tras las rocas, esta vez fue del todo imposible adivinar en qué momento se hizo de día.

Fue un amanecer plomizo y húmedo, sin huellas a nuestras espaldas. Como si fuéramos los primeros en recorrer aquella orilla. Como si nunca hubiera pasado nada.

Y tras dejar tanto mi ropa como la procesión, que iba por dentro, cuidadosamente dobladas sobre mis sandalias, me metí en el mar.

Y por un momento sentí que me hacía visible de nuevo.

(..)

I could sleep alone or learn to
I’m not suggesting that we’d find
some earthly paradise forever

(*) Si queréis descargaros la coplilla o saber de qué va, pinchad aquí.

Escrito por: Bloody el 14 Ago 2009 –

‘El pudor es una virtud relativa, según se tengan veinte, treinta o cuarenta y cinco años’ (Balzac).

Cuando te das cuenta de que nada está saliendo como esperabas, lo mejor es dejarse llevar.
Por eso, aunque hacía más de un año que sabía exactamente a qué playa quería ir, no tuvimos ningún problema en cambiar de planes sobre la marcha cuando nos enteramos de que estaba a media hora en coche, más otros veinte minutos andando por un terreno bastante irregular. En su lugar, aceptamos la sugerencia de Juan, el dueño del Cobijo, cogimos la mochila y atravesamos a contracorriente los 12 kilómetros que nos separaban de la playa del Palmar, dejando a nuestra izquierda la larga hilera de coches que a esa hora regresaban a sus casas.

Pisar la arena de las playas de Cádiz con los pies descalzos es como volver a casa. Quizá por eso no me importó que se hubiera levantado el poniente, o que no pudiésemos bañarnos porque inexplicablemente, habíamos olvidado ponernos los bañadores… Extendimos nuestra toalla y nos sentamos en ella.

Y vimos a perros paseando a sus dueños…

bailarinas moviéndose a contraluz

y un par de cañas solitarias esperando pacientes…

a que picase aquel extraño reflejo en el agua…

Y en un abrir y cerrar de ojos, el sol se escondió tras el mar y el poniente comenzó a meterse bajo nuestras camisetas. Recogimos el trípode, guardamos la cámara, y regresamos al hotel con la sensación de estar dejando demasiadas cosas pendientes… Claro que aún nos quedaba una noche..

(…).

Veinticuatro horas después volvíamos a recorrer el mismo camino. Sólo que esta vez el viento había cambiado. Literalmente. Esa tarde no hacía poniente, o al menos, ya no hacía ningún frío. Era domingo, y muchas familias que habrían ido también a pasar el fin de semana, regresaban cruzándose de nuevo con nosotros.

Y aunque la playa en la que habíamos estado el día anterior era bonita, tenía una pequeña pega, tan pequeña como quisieras… Y es que aunque nadie puede decirte qué tipo de bañador llevar, algo había que ponerse.

Así que, como preguntando se llega a Roma, en esta ocasion, en vez a la derecha, giramos hacia la izquierda, seguimos con el coche por un sendero lleno de baches y llegamos a la playa nudista del Palmar. O eso nos dijeron…

La zona era más salvaje, eso había que reconocerlo. Había más dunas y no había chiringuitos, puestos hippies ni pizzerías a pie de playa. Pero había aún bastante gente, y a primera vista, todos iban en bañador. Anduvimos un rato por la arena mojada, decidiendo qué hacer, y entonces vimos a un par de hombres desnudos, uno que iba solo y estaba haciendo meditación en su toalla, y otro que estaba tumbado de espaldas, bajo una sombrilla, acompañado de una chica que llevaba bikini.

Una vez confirmado que la playa era, efectivamente, nudista (eso sí, con un porcentaje en gente desnuda, equivalente al contenido en zumo de naranja de una Fanta), dejamos nuestras cosas sobre la arena, extendimos la toalla, y nos quitamos la ropa.

Para Nacho eso de quedarse en pelotas en público era algo nuevo. Conociéndolo, pensé que iba a morirse de vergüenza, porque aunque para hacer el tonto poniéndose sombreros ajenos no es nada pudoroso, para otras cosas sí que lo es…. Sin embargo, no sé si porque lo convencí cuando le dije ‘cielo, piensa que aquí no nos van a volver a ver’, o porque to’lo malo se pega, la verdad es que lo noté la mar de cómodo con la situación…

Yo por mi parte estaba mejor que quería… El sol aún no se había puesto, aunque estaba ya muy cerca de la linea del horizonte. Desnuda en el mar, notaba su luz por todo mi cuerpo, una luz que sabía que no me haría daño. El agua estaba perfecta, no había algas, ni muchas olas, y salvo nosotros dos, nadie más se estaba bañando. Luego Nacho se salió y yo me volví a meter…

Podría haberme quedado dentro toda la noche. Sin embargo, el sol hacía un rato que se había puesto y la luna seguía sin aparecer. Además, aún quedaban familias al completo, parejas que parecían tener la misma prisa por marcharse que nosotros, cañas de pescar clavadas en la orilla, gente bajando a caballo por las dunas…

Definitivamente, aquélla no era la playa adecuada para saldar cuentas, pero con to’y con’eso, la escapada había merecido la pena.

Volvimos al hotel cansados y hambrientos, dejamos los trastos en la habitación, y bajamos a cenar a una placita donde ya habíamos estado la noche antes. Allí nos encontramos con los dueños de la casa rural, los mismos que nos habían hablado de esa parte de la playa.

Lo cierto es que el mismo día que llegamos decidimos contarles por encima por qué no nos íban a ver salir de allí de día, pero sí que nos verían salir hacia la playa cuando todo el mundo estuviese regresando. Y ellos, como casi todo el mundo, habían puesto esa mirada de lástima que tengo ya tan asumida…

Sin embargo, esa noche, cuando nos vieron aparecer, me miraron de otro modo. ‘Te has bañado!’, me dijeron, tocándome el pelo que aún estaba mojado. ‘Sí’, fue lo único que acerté a decir yo, con una sonrisa de oreja a oreja. ‘Se te nota en la cara. Se te ve distinta’. Ahora ellos también sonreían.

Y yo pensé que si tanta gente, incluso personas que me han visto cuatro veces en mi vida, coincidía en que las cosas se me notan en la cara, debía ser cierto. Y que si, horas después, era capaz de conservar la sal, la luz, la arena, el agua y los abrazos de Nacho en la cara, qué más daria en qué momento los hubiera tomado prestados…

Y mientras le daba vueltas a eso frente a un provolone al horno, me di cuenta de que justo en la mesa de la derecha teníamos sentada a una de las familias que estaban a nuestro lado en la playa: madre, padre, otro señor que imagino que sería un tio, y los dos hijos adolescentes.

Durante unos segundos pensé callarme y seguir comiendo… pero al final no pude evitarlo.

‘Cielo, recuerdas aquello que te dije en la playa? Lo de que a esa gente no la íbamos a volver a ver…’.