Pues yo creo que no comes bien, sentencia mi madre, esa mujer de 70 años que cena patatas fritas rociadas con crema de queso, marca President, mortadela y picos, regado todo con Coca-Cola Zero. Esa mujer de 70 años que no se mide el azúcar a pesar de ser diabética y se pincha la insulina a ojo. Y luego lo mismo se mete cuatro ciruelas entre pecho y espalda, que se clava un helado. Esa madre en cuya casa jamás probé ningún tipo de verdura cruda o cocinada -salvo que fuera en forma de salsa e indistinguible a la vista y al paladar- durante 24 años, porque si lo que quería la niña era la yema del huevo frito con patatas, pizza y pasta, con obligarla a comer carne en salsa, pollo a la plancha y pescado rebozado, listo. Esa madre en cuya casa no recuerdo haber bebido agua nunca, porque habiendo Coca-Cola, pa’qué. Esa mujer. Esa madre.

Y a continuación me habla de unos padres veganos a los que les han retirado la custodia de sus hijos porque estaban malnutridos. ¿Y eso dónde ha sido?, pregunto. No sabe. ¿Y cuántos menores malnutridos, obesos por ejemplo, o que se alimentan a base de bollería industrial y zumos de bote hay, que no salen en las noticias porque sus padres no son veganos y no vende, eso lo sabes?, insisto. No, me dice, pero le preocupa Paula. Le preocupa que no coma comida normal. Le explico, o lo intento, que eso que ella llama «comida normal» no existe. Que comer, como casi cualquier elección que hacemos en esta vida cuando nos dejan, es un acto político. Que, en cualquier caso, que desde pequeños nos acostumbremos a comer carne híperprocesada de cerdo en forma de salchicha, en lugar de hamburguesas hechas con legumbres, verdura y cereales, por ejemplo, es cultural. Cultural, no normal. Y que no hace falta que se preocupe por Paula, que, le aseguro, come infinitamente mejor que ella. Que ella y que cualquier niñx de su clase, me atrevería a decir. Y que yo misma a su edad, eso por descontado. Que, además, yo no le prohíbo que coma carne o pescado, simplemente yo, que soy la que cocina en nuestra familia, no uso ingredientes de origen animal. Cuando salimos, por ejemplo, si quiere carne, la pide. Cuando va a su casa, por ejemplo también, come toda la mierda que quiere y más. De mierda nada, salta. ¿Y el fiambre con el que cubres la mesa qué es?, pregunto. Mierda, le aclaro. Carne hormonada y llena de antibióticos y luego procesada con sabe dios qué. Pero que no nos desviemos, insisto, y que me diga, ya por curiosidad, qué le falta a mi dieta y a la de mi hija. Porque a mí, si hay alguien que me importa en el mundo y si hay alguien que me preocupa que esté sana, es ella, Paula. Y que insinúe siquiera que pueda estar malnutrida, pues me jode, qué quiere que le diga. Y ahí se enroca. Mira, que no voy a discutir contigo, me responde, pero sigo pensando que eso no puede ser bueno porque hay que comer de todo.

Llegado a ese punto preferí colgar. En parte porque discutir con mi madre sobre veganismo es como discutir sobre feminismo con alguien que empieza por aclararte que él no es machista pero. Y en parte porque sé perfectamente de qué polvos vienen estos lodos.

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¿Y tú qué vas a comer? porque yo no voy a hacerte nada de eso que tú comes, se apresuró a aclarar mi madre cuando le conté, dos semanas atrás, que Nacho y yo habíamos decidido ir allí a pasar unos días junto con Paula y su amiga C.  No contaba yo con ello y tampoco quería, dicho sea de paso, que mi madre cocinara para mí. Y es que, cada una en su cocina, y no hablo ya de ética ni de ingredientes, sino del modo de movernos en ella, hemos resultado ser, también, la noche y el día. Así que calculé cuántas comidas y cenas iba a pasar fuera de casa y llené una neverita con tupers de platos hechos por mí – quinoa con verduras, albóndigas con salsa de tomate, ragú de seitán- más un paquete de medallones de soja texturizada y otro de edamame congelado. Porsiaca. Y pa’llá que me fui, cantando bajito.

Y después de tanto tiempo sin pisarlo, con Cádiz me pasó como con ese amigo que hace años que no ves y de repente lo tienes delante y te das cuenta de que no quieres preguntarle nada, sólo abrazarlo con todo tu cuerpo. Y a pesar de que no había empezado siendo la mejor semana de mi vida, ir con Nacho, compartir la cama de 1.05 de mi hermano, rodeados de fotos de su mujer – que aquello no tiene, palabrita, nada que envidiarle a la habitación de un stalker y asesino en serie de esos que salen en Mentes Criminales- y, sobre todo, poder bajar con él a la playa en la que pasé mi adolescencia paveando y tachar por fin el último de los I’ve never de mi lista, yeah!, (algunx sabrá de qué hablo), hizo que aquellos 5 días y 4 noches en casa de mis padres fueran, de lejos, los mejores que he pasado allí desde que ahuecara el ala allá por el 96.

no pollo

*no pollo con patatas*

Y llegó el viernes. Y mis padres, a petición expresa mía, invitaron a cenar a mis tías adoptadas, a las que no veía desde el pleistoceno. Y allí estábamos todxs, sentadxs alrededor de aquella mesa ovalada con mantel de tela, cubiertos buenos y vasos para vino y para agua. En un extremo, con montones de platos de fiambres ibéricos, carne en salsa, pescaíto frito y mejillones empanados, porque hay que comer de todo, mi madre. En el otro, con mi tuper de albóndigas (cuya receta saqué, como tantas cosas, del blog de Olga) hechas a base de lentejas beluga y arroz integral, con salsa de tomate, un platillo de filetes de no pollo con patatas fritas cortadas a mandolina y otro de croquetas de patata y quinoa que había improvisado el día antes y que habían resultado estar orgásmicas, yo. Lo que mi madre no vio venir fue que a mis tías, abiertamente carnívoras y super fans de su saludable y variada cocina, fueran a gustarles mis platos. A gustarles tanto como para repetir. Tanto como para mojar pan en la salsa. Tanto como para animarme en mi loca idea de, tal vez, intentar dedicarme a ello de manera profesional. Idea, por supuesto, que ella se encargó de echar por tierra, como todo lo que ha sido importante para mí a lo largo de mi vida, asegurando que no iba a funcionar. No puedo decir que me sorprendiera. Como no me sorprendió que se negara en redondo a probar ninguno de mis platos, por más que mis tías insistieran en que lo hiciera. O que se pasara la cena sin dirigirme la palabra.

orgasmo vegano en forma de croqueta

*orgasmo vegano en forma de croqueta*

Y aunque en otra época habría disfrutado con todo aquello, esta vez sólo me dio lástima. Porque por más que mi madre se lo tomara así, para mí no se trataba de ninguna competición, sino de activismo. Que comprobaran por sí mismxs que se puede comer de todo -y por de todo entiendo yo proteínas, hidratos y grasas saludables en las proporciones adecuadas- sin necesidad de maltratar a ningún animal y sin que se trate de algo insípido, aburrido o especialmente complicado de hacer.  Que entiendan que ser veganx no es una promesa a la virgen ni una dieta para adelgazar, sino una filosofía de vida. Y si no lo quieren entender, como al parecer le pasa a mi madre, al menos que lo respeten. Que tampoco creo yo que sea tanto pedir.

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crackers con camembert y alcaparras

*crackers saladas con camembert vegano y alcaparras en salmuera*

Y esta mañana amanecerá siendo septiembre. Y en mi cocina hará cada vez menos calor y yo aprovecharé para darle caña a todos esos libros y trastos que me he comprado. Para seguir incursionando en el entretenido mundo de las leches vegetales y los quesos veganos. Para estudiar nuevos modos de utilizar la soja texturizada y el tempeh. Para llenar el congelador de tupers y que Nacho no tenga que comer en el curro flamenquines y pasta con tomate de bote un día sí y otro también. Para que Paula coma cada vez mejor, por más que eso tenga a mi madre en un sinvivir. Para animar al Escocés, que de momento ha vuelto a tontear con el vegetarianismo, a que dé un pasito más, si quiere…

Y mientras observo cómo en mi encimera germinan las semillas de kamut con las que haré rejuvelac, me da por fantasear con un restaurante chiquitito en el centro, en el que entrarían fundamentalmente guiris y perroflautas. Y qué nombre le pondría, me digo. Y me viene a la cabeza aquel trozo de tela con letras blancas y azules bordadas por mí, que rezaba ‘KISS THE COOK’ y que presidía nuestra cocina de Gelves. Qué me gustaba a mí aquella cocina, con su despensa llena de mierdas vegetarianas, su ventana (la favorita de nuestros gatos) a la calle, y su mesa-libro, blanca de patas negras, en la que nos encantaba tantísimo tomar el té y jugar a las cartas y charlar sobre las cosas verdaderamente importantes. Porque un hogar es una cocina en la que te puedas sentar a tomar el té y a charlar mientras tus gatos miran tranquilamente por la ventana.

trufas2

*Trufas de dátiles, avellanas y cacao, cubiertas de chocolate al aroma de coco*

Luego vuelvo al presente, a mi cocina sin mesa, sin ventana a la calle y sin gatos, porque desde que Brow dejó a Livia tuerta mi casa es como la Alemania del muro. Y el muro es la puerta del pasillo. Y mis gatos viven del pasillo pa’dentro y Brow del pasillo pa’fuera. A mi cocina sin ‘KISS THE COOK’, pero con la ‘Defensa de la alegría’ de Benedetti copiada a pluma por Mariajo, eso sí. A mi cocina con su frigo cubierto de fotos, de imanes de viajes propios y ajenos y de pegatinas con mensajes antiespecistas. Y, cuando lo abres, lleno de leches vegetales y miso blanco y oscuro y verdura comprada en la frutería del barrio. A mi cocina con sus baldas llenas de especias, de cereales, de legumbres compradas a granel. Con sus trastos, la mayoría comprados a medias con el Escocés, cuando no son regalos suyos directamente, a pesar de estar separados. Y me doy cuenta de que todas esas cosas no han llegado aquí en un día. Que cada una tiene su historia, como la tuvo aquel trozo de tela enmarcada en su momento. Como la tiene el elegir no comer de todo. Y que eso también es hogar.

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Primera imagen. Una joven pareja posa para la foto en el claro de un bosque. Al fondo, un lago enorme y cristalino refleja los árboles que crecen junto a la orilla. Ella lleva un vestido elegante, ceñido hasta la cadera y con vuelo en una falda que le llega por debajo de las rodillas. Bordados en pecho y cintura, manga larga, tela gruesa. Lleva la mano izquierda cubierta por un guante oscuro, con el que a su vez sujeta otro. Zapatos negros, brillantes. Medias de nylon. Apoyada ligeramente sobre un roble viejo, dedica a la cámara su mejor sonrisa. No debe tener más de 20 años, si es que los ha cumplido. Pero no es su aspecto, ni su edad, ni el hombre que tiene a su lado. Es su expresión. Sus ojos, que también sonríen, dicen más de aquel día de lo que podría contarme hoy si aún viviera. Él, por su parte, se ve más confiado, más seguro. Subido a un pequeño tronco caído, rodea su cintura con la mano izquierda, mientras con la derecha sostiene un cigarrillo. Acaba de terminar la carrera y ya ha comprado su primera farmacia. Alto, delgado, atractivo, dedica a la cámara una sonrisa estudiada. Su traje de 3 piezas a medida y su corbata oscura hacen el resto. En apenas un año estarán casados y pasarán el resto de sus vidas juntos. Ella lo lavará, lo cuidará y le hablará sin obtener respuesta durante sus últimos años. Y aún le sobrevivirá 6 meses más. Él morirá sin saber quién es ella.

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Los bordes dentados dibujan una especie de marco amarillento alrededor de la segunda imagen. Se trata de una foto en blanco y negro, pequeña, 3×4 centímetros a lo sumo. En ella, una mujer joven y sonriente mira hacia la cámara mientras teje lo que parece ser una prenda de bebé. Lleva zapatos planos, vestido blanco por debajo de las rodillas, y labios pintados, quizá de rojo. A su derecha, izquierda según se mira, un hombre con bata blanca y pelo peinado hacia atrás lee una revista. Se le ve absorto, como si no hubiera notado la presencia del fotógrafo. Como si hacerse una foto con su mujer y su hija no fuera algo que mereciera su atención. A la derecha del hombre que lee, sentada en una diminuta silla de enea, una niña pequeña, no más de 2 años, sujeta un muñeco sobre sus rodillas y mira hacia la cámara. El sol, reflejado en las paredes encaladas del patio andaluz donde se encuentran, baña su cara regordeta y le hace fruncir un poco el ceño, aunque no tanto como para impedir que sonría. Lazo blanco en el pelo, a juego con el vestido, y rebeca con bordados. Es la hija del farmaceutico del pueblo. La primera de 8 hermanos. Pasaran 9 años más antes de que su padre venda la farmacia y se muden a Madrid, donde nadie los conoce, donde nadie los espera.

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Me acuerdo de ésta. Nos la hicieron el día que el hombre llegó a la luna. Cuando hacerse una foto era algo importante…

Es tu abuela Juana? – pregunto señalando a la mujer mayor que hay en el centro de la foto.

No, mi abuela Carmen.

La de los merengues?

La de los merengues. Era más buena…

La última es una foto poderosa. En el centro y en primer plano, una mujer de unos 90 años, vestida de luto, sonríe a cámara sin un solo diente que mostrar. Está sentada bien derecha, con las piernas muy abiertas, como una vendedora de sandías. Su mano izquierda descansa bajo su pecho, la derecha sujeta un bastón. Su pelo, completamente blanco, hace tiempo que quedó atrapado en un moño prieto a la altura de la nuca. El peso de los pendientes ha deformado sus orejas, que no siempre debieron colgar así. Sobre su pecho destaca una pequeña medalla de oro que ha besado cien mil veces y que a su muerte irá a parar a algún cajón, con el resto de sus joyas. A su alrededor hay 4 mujeres más, la menor de unos 11 años, el resto de entre 25 y 30. Todas, salvo la más pequeña, posan con sus vestidos cortos y peinados modernos para la época. Morenas por el sol, guapas, delgadas, seguras de sí mismas. La niña es la única, junto con la anciana, que sonríe de verdad. Nadie le advierte que en unos años, a los 19, atravesará el parabrisas de un coche y su cara quedará marcada para siempre. Nunca volverá a ser la misma.

– Me la puedo llevar?

– Claro, llévate las que quieras. Lo que no sé es para qué las quieres. 

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Igual no tenía que habértelo contado. Así, al menos para ti, la cocina de casa de mis padres habría seguido siendo la misma. Con sus muebles crema y rojo, el cesto de Éboli junto a la puerta que daba al salón, y aquel suelo de baldosas blancas y negras, como un tablero de ajedrez gigante. Y esa enorme mesa de formica, con sus horrorosas sillas de sky blanco en las que se te quedaba el culo pegado con el calor. Y aquella horrorosa lámpara de muelle, que aprendimos a esquivar, balanceándose sobre nuestras cabezas. Y sí, el cajón del chocolate… tampoco yo he conocido a nadie que tuviera un cajón sólo para eso, aunque entonces me pareciera lo más normal del mundo.

La de horas que echamos en aquella cocina, comiendo porquerías, bebiendo café helado mientras hacíamos como que estudiábamos y hablando de lo que, por aquel entonces, nos parecía importante. Guardándonos quizá lo que sí lo era.

Ahora es mucho más bonita, es cierto. Los muebles son verde agua, nuevos, y la mesa es de cristal, con sillas de madera clarita. Y, aunque te parezca imposible, hay aun más comida almacenada que antes. Lo sé porque, aunque voy poco, cuando voy nunca me olvido de saquear el armarito de las latas y el cajón del chocolate. Pero ahora es sólo eso, un lugar que saquear.

(…)

Que nuestros caminos volvieran a cruzarse aquella tarde por casualidad, oír mi nombre y verte allí de pie, es sin duda una de las mejores cosas que me han pasado en muchos años. Y no hay manera de saber qué habría pasado si. Poco importa eso ahora, supongo. Eres feliz y yo me alegro tanto por ti. Tanto.

Pero no voy a mentirte. Me encanta que, después de varias vidas sin saber del otro, te asalte la morriña, aunque sea un poquito, recordando aquella vieja cocina en la que había un cajón sólo para el chocolate.

Y que el teléfono suene y seas tú.

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Eso es como lo de que venimos del mono. Que ya sé que hay mucha gente que está estudiando el tema, pero yo no me lo creo.

Lo que más me gusta de las salas de espera de los hospitales es pegar la oreja a las conversaciones ajenas. Al final siempre hay alguien que dice algo que hace que compense esa sensación de haber perdido 3 horas de tu vida a cambio de un puñao de gérmenes que no traías de casa.

Lo que menos, el tema de los móviles y la costumbre de la gente – mi madre, sin ir más lejos- de:

a) guardarlos en el último rincón del bolso, dándonos a todos los que compartimos espacio la oportunidad de jugar a adivinar de qué CD de grandes éxitos de gasolinera han sacado el tono de llamada.

b) contestar la llamada desde la propia sala de espera, haciéndonos partícipes de la conversación solo que sin dejarnos opinar.

(…)

Y lo más difícil ha sido tener que morderme muchomuchomucho la lengua para no mandar al gilipollas de mi hermano a tomar por culo.

Cádiz Por lo demás, ha sido toda una experiencia esto de pasar dos noches en la incómoda silla de acompañante, en lugar de en la habitual cama articulada que tanto me gusta subir y bajar.

Luego está el tema de volver a ver el mar. Incluso en estas circunstancias.

El día que el mar me deje indiferente…

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Este fin de semana he vuelto a Cádiz. Llevaba mucho tiempo sin ir. Quizá demasiado.

Recuerdo que cuando nos mudamos, allá por el ’84, no era más que una ciudad cualquiera donde nadie nos esperaba, ni amigos, ni familia, sólo un piso enorme y vacío y un colegio nuevo. Pero todo eso no me importaba. A mis 12 años era una optimista nata que pensaba que los comienzos, por muy difíciles que parecieran, no dejaban de ser una oportunidad para empezar de cero.

Me fui de Cádiz en el ’96, con 24 años, dejando atrás muchas cosas. Dejé amigos que no pude o no supe conservar, dejé el mar y el olor a sal en el aire, dejé los años en los que todo estaba por estrenar y nada parecía imposible, y dejé de tener una habitación individual para irme a una compartida.

(…)

Este fin de semana he vuelto a Cádiz, y aunque al principio parecía que no hubiera pasado el tiempo, pronto supe que sólo se trataba de un espejismo. Al cruzar la puerta y recorrer el largo pasillo que antes llevaba a mi cuarto, me di cuenta de que aquélla ya no era mi casa, aunque sigue sin quedarme claro en qué momento dejó de serlo.

De las 5 habitaciones que hay, 3 siguen prácticamente iguales, incluído el cuarto de mi hermano, que también se fue de allí hace bastantes años. En su armario sigue habiendo ropa suya, en su escritorio papeles, en sus estanterías apuntes de la carrera, y sus paredes siguen llenas de posters y corchos con fotos de sus amigos.

Sin embargo, mi antigua habitación es ahora la sala de estar, y la antigua sala de estar, una habitación con cama de matrimonio en la que se quedan mi hermano y su mujer cuando van los fines de semana.

Me encantaba mi habitación. Tenía estrellas en el techo, una cama que de día era un sofá, fotos en las paredes, peluches, discos, libros, y hasta una jacaranda en la acera de enfrente que casi podía tocar desde mi ventana. En mi cuarto siempre había amigos: charlando, tirados en la cama, escuchando música, o esperándome para salir. Allí fue donde di mi primer beso de verdad y donde hice el amor por primera vez.

Anoche dormí en el cuarto de mi hermano, rodeada de cosas que no significan nada para mí. Y reconozco que eché de menos mi habitación, mis estrellas, mi cama… Eché de menos tener un cuarto al que poder regresar en una casa en la que parece que nunca haya vivido. Y a pesar de poder olerlo, me di cuenta de que el mar nunca había estado tan lejos.

Por eso cuando oí a mi tía Pili decir: ‘cuántos recuerdos te debe traer estar de nuevo en casa…’, no pude evitar sonreír mientras pensaba que no hace mucho, al despertar en el piso de un amigo -un piso sin muebles ni cuadros ni siquiera un sofá donde sentarse a ver la tele- me sentí más en casa de lo que me había sentido esa noche entre aquellas paredes en las que dejé 12 años de recuerdos que alguien se había tomado la molestia de borrar.

(…)

Hoy he vuelto a casa, a mi casa, a esta ciudad sin mar, sin olor a sal, y sin amigos, en la que después de 12 años sigo sintiéndome una extraña.

Al menos –he pensado- si algún día me voy de aquí no habrá mucho que echar de menos…

Escrito por: Bloody el 14 Mar 2008 –

Silencio.

No puedo apartar la vista de él, como si por mirarlo fuera a sonar de repente. Acurrucada en mi sillón no dejo de pensar qué estarás haciendo en este momento.

A ratos te imagino destrozado, ordenando en tu cabeza todas las palabras que no me has dicho. Palabras breves, con las que decirme que te has equivocado. Palabras desesperadas, con las que pedirme que te dé otra oportunidad. Palabras huérfanas, con las que convencerme de que no puedes vivir sin mi…

Y las creo. Yo tampoco puedo vivir sin ti. Apenas como desde que volví. Desde que me dejaste. Y cuando lo hago, lo hago por inercia, en mi cuarto, sentada en este sillón negro de polipiel desgastada.

Sin dejar de mirar el teléfono.

(…)

Silencio.

No soporto las voces. Me asfixio en ellas. Sé que lo hacen con su mejor intención, pero yo sólo quiero que me dejen en paz. Lo necesito. Por primera vez no sé explicar lo que siento, y ellos no dejan de preguntar.

La noche es sin duda la peor parte. Imagino que porque me obliga a admitir que ese día tampoco sonará. Entierro mis esperanzas que aún boquean, y me meto en la cama. Sola. Luchando contra tus recuerdos, que me asaltan cuando más débil me encuentran.

Y duermo mal, me despierto tantas veces… y mi primera impresión siempre es la misma: abrir los ojos y pensar que se trata de un mal sueño.

Pero no lo es, bastan unos minutos para devolverme a la realidad. A una realidad donde las horas duran el doble y el aire la mitad, donde las palabras de consuelo son afiladas, donde las miradas evitan la mía cuando alguien dice tu nombre.

Y yo sólo quiero dormir… Un día, una semana, un año. El tiempo necesario para que al despertar no me duela el pecho. Debe ser de esto de lo que las canciones trataban de avisarme, de este dolor que me oprime el corazón. No sé porqué, siempre pensé que se trataba de una manera de hablar…

Y el teléfono sigue sin sonar.

(…)

Silencio.

Ha pasado otro día, otro mes. Tengo la mirada perdida, ya no escucho cuando me hablan. Las pastillas me tienen en este estado en el que nada importa, o nada parece importar… Duermo, es cierto, pero no se trata de un sueño reparador. Ahora abro los ojos y sé que no te encontraré a mi lado.

Te imagino riendo, escuchando otras voces, siguiendo con tu vida a miles de Kilómetros de mí, apartando mi recuerdo como quien se aparta el pelo de la cara… Te imagino mirando otros ojos, besando otra boca, entrando en otro cuerpo. Y te odio, con todo mi ser.

Me gustaría que llamaras para poder colgarte.

(…)

Silencio.

Ya no puedo llorar. Llevo semanas haciéndolo. Lágrimas de dolor, de rabia, de impotencia. Ya no me queda ningún sentimiento que exprimir. Te escribo, aunque sé que jamás te enviaré esta carta. Y busco las palabras precisas, las escojo con mucho cuidado. No tengo prisa. Quiero que te duelan.

Dicen que los peces no tienen memoria. Sus recuerdos se diluyen en el agua que pasa. Y ellos se mueven libres por el mar. Sin rumbo fijo. Sin ayer ni mañana.

Yo, por desgracia, tengo buena memoria. Y poco cuidado… de nuevo he vuelto a cortarme con las palabras que pensaba mandarte.

Confieso que esta noche daría lo que fuera por ser un pez.

Y mientras lo pienso, sigo sin poder apartar la vista del teléfono.

(…)

Otro día sin noticias tuyas.

Aunque hoy no es cualquier día, es nuestro aniversario. El primero en 3 años en que no estás aquí.

(…)

De repente, algo rompe el silencio de mi habitación.

Con el corazón en la boca, descuelgo…

Cádiz, 1 de Mayo ’96.

(*) Hace unos meses escribí un post, ‘God, give me strength’, en el que contaba cómo empezó esta historia. Era Febrero del 96, en un pueblo de Inglaterra llamado Herne Bay.

Ésta es la continuación.