No acababa de entender qué le estaba pasando. Desde que recibió su llamada invitándolo a cenar no había podido pensar en otra cosa. Llevaba toda la semana eligiendo las palabras que le diría, ésas que la harían darse cuenta de que nadie la querría como él, incondicionalmente, como siempre había hecho. Ésas que la convencerían de que a pesar de todo lo ocurrido aún podían empezar de nuevo si ella estaba dispuesta a intentarlo. Y ahora, sentado frente a ella en aquel restaurante en el que habían celebrado tantas cosas, viéndola mover la ensalada con el tenedor, sin llevárselo a la boca, mientras las lágrimas recorrían sus mejillas y caían sobre su plato, era incapaz de pronunciar una sola palabra.
Era una sensación tan extraña, tan irreal… Después de tanto tiempo enamorado de ella, la sola idea de dejar de estarlo lo descolocaba por completo. Por un momento se sintió aturdido y eufórico a la vez. Se sintió liberado. Le dieron ganas de gritar, de levantarse de allí, meterse en el primer bar que encontrara por el camino y beber hasta no recordar ni siquiera su nombre. Y de follar, no de hacer el amor, de follar. De follar con cualquiera menos con ella.
Sabía que a poco que buscara podría encontrar un millón de excusas para levantarse de la mesa, pagar y marcharse, una por cada vez que ella no estuvo ahí cuando él la necesitó, por cada mentira, por cada desprecio… Pero no lo hizo. Terminó el primer plato, el segundo y el postre sin apartar la vista de ella. Ella, por su parte, no probó bocado, siguió llorando en silencio sin levantar la vista del plato, mucho después incluso de que el camarero lo retirara. Sintió lástima por ella… Y en ese preciso instante comprendió hasta qué punto todo había cambiado, empezando por él…
Hacía apenas unos meses verla llorar le habría partido el corazón, y ahora… ahora simplemente le daba pena. Como cuando te enteras de que hace un mes ha muerto alguien de quien no consigues recordar ni siquiera el nombre. Le daba pena, sí, pero no le afectaba. Por no sentir, ni siquiera sentía rencor… Era como tener el corazón anestesiado, como si de repente todo aquello por lo que había pasado durante los últimos meses hubiera dejado de doler.
Tampoco es que a ella le hubiera temblado el pulso a la hora de poner fin a su relación. El golpe había sido limpio, preciso, certero. Y aunque si algo había aprendido a su lado era a encajar los golpes, a absorberlos cuando era imposible evitarlos, aquél lo pilló tan cansado, tan dolorido, que no le quedaron fuerzas para levantarse. En el fondo, pensó, tendría que agradecerle que lo hubiese dejado. Él jamás habría sido capaz de tirar la toalla. Habría seguido luchando a su manera, sin devolver un solo golpe, mientras ella se lo hubiese permitido. Y ahora…
Pasó una eternidad antes de que ella decidiera levantar la vista del plato y mirarlo con esos enormes ojos oscuros que le suplicaban que rompiera aquel silencio que los había acompañado durante toda la cena. Jamás la había visto tan derrotada, tan desarmada, tan indefensa. Y por primera vez en lo que iba de noche sintió la necesidad de abrazarla, de protegerla incluso de sí misma, como siempre había hecho. Estiró el brazo por encima de la mesa y acarició su mano. Sólo tenía que dejar que las palabras que había estado preparando salieran de su boca… Y todo volvería a ser como antes.
El amor. El deseo. La dependencia. El dolor.
Entonces comprendió que aquellas palabras no tenían ya ningún sentido. Ahora sólo tenía que encontrar la manera de que lo que tenía que decirle no sonara a reproche.
Esta semana me tocaba a mí proponer tema, y mi propuesta fue ‘cambio de planes’.