counter for wordpressGatos…

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Asoman la naricilla, te lanzan un maullidito y…

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Zas¡ estás perdido…

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… ya se han convertido en tus amos 😀 😀 😀 .

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‘El Alzheimer borra la memoria, no los sentimientos’ (Pasqual Maragall).

La habitación no es muy grande, tampoco pequeña. A la derecha, una cama individual  perfectamente vestida y una mesita de noche. A la izquierda un armario hasta el techo y un pequeño escritorio color miel bajo el que se oculta un discreto cajón de arena. En el centro, una puerta de cristal cubierta por una cortina anaranjada da paso a una terracita individual a la que asomarse ahora que viene el buen tiempo.

Por lo demás, salvo un par de zapatos y una camita de espuma, no hay objetos personales a la vista. Ni fotos, ni cuadros, ni libros. Lo que no deja de tener sentido cuando estás convencida de que no has venido aquí para quedarte.

El 27 vuelvo a mi casa, ¿sabes?

Aun sintiéndome  como una mierda por estar ahí, sosteniéndole la mirada mientras la oigo describir la que sin duda fue una casa preciosa a la que me consta que no volverá, aprovecho un silencio que queda suelto para redirigir la conversación. Sonriendo, le pregunto por la preciosa gata que me ha hecho recorrer más de 900 kilómetros y perderme este soleado martes de feria 😎

Liuma se viene conmigo, por supuesto.

Su respuesta no guarda relación alguna con mi pregunta, pero vuelvo a asentir mientras ella se gira para coger a la gata que, curiosa, se ha subido a la cama e inspecciona mi mochila con su chata nariz.

¿Le importa si les hago una foto a las dos juntas?

Liuma.Con una mezcla de tristeza y ternura la observo a través del visor. Su sonrisa mientras la besa contrasta con la cara de enfado de Liuma. Normal. Tampoco yo estaría dando botes si fueran a inmortalizarme así, pelada como un caniche, cuando hasta hace una semana había sido una elegante gata persa color crema.

Liuma significa hoy. 

Tras los cristales de sus gafas, sus ojos me recuerdan a los de mi abuelo. El mismo tono azul-acuoso. La misma necesidad de ser mirados.

– El Barah, ayer.

Me quedo un rato más. El suficiente para escuchar hasta tres veces la historia de los muchos años que vivió en Marruecos, de sus viajes en coche de Algeciras a Barcelona, de cómo Liuma llegó a su vida.

Liuma, hoy. El Barah, ayer – repite orgullosa, sosteniendo entre sus manos el presente en forma de gata.

Y mientras trato de mostrar el mismo interés en mis gestos que la primera vez que lo escuché hace apenas media hora, noto cómo mis prejuicios a la hora de juzgar a las personas en función de cómo tratan a los animales cobran fuerza irremediablemente…

(…)

Cuando nos propusieron elegir tema para el trabajo fin de grado, reconozco que el de maltrato a personas mayores no estaba entre mis finalistas. Por otro lado, y eso sí lo tenía claro, quien quiera que fuera a tutorizar mi trabajo debía ser alguien capaz de darme la suficiente correa como para ir a mi aire; y el profe que ofrecía el trabajo sobre maltrato a mayores lo parecía.

Finalmente decidí priorizar el tutor sobre el tema y empecé a recopilar información sobre el maltrato en la tercera edad, sintiendo que me adentraba en un mundo paralelo y espeluznante que jamás imaginé que pudiera existir…

Afortunadamente la correa que me ha dado ha sido más que suficiente y he podido, sin perder de vista a la tercera edad, cambiar el tema del maltrato por uno bastante más bonito:  la importancia que tiene para una persona mayor, a la hora de ingresar en una residencia, el poder llevar a su mascota consigo.

De momento he encontrado una residencia privada en Barcelona, sólo una, en la que entienden algo tan obvio, al menos para quienes no concebimos la vida sin un bicho al lado, como que alguien que haya compartido los últimos años de su vida con un animal se resista a desprenderse de él.

Una residencia donde una señora de pelo gris y ojos azul-acuoso, que comparte una habitación color miel con su gata color crema, no sólo me regaló parte de su mañana, sino que me reveló algo que de no ser por ella ahora no sabría. Que Liuma significa hoy.  

Éste es mi cole.

Bueno, al menos la parte más bonita

los gatos achampiñonados, los árboles a medio desnudar, la niebla de por las mañanas…

Estos días andaré por allí a ratos.

5 exámenes en 2 semanas.

… y no llevo bien ninguno

(aunque nadie se lo crea)

(…)

Y mientras le doy el último repaso al que estaré perpetrando dentro de unas horas, preguntándome quién me mandaría a mí meterme en obras, me doy cuenta de que, por más que me pase el día rajando de lo mal que funciona todo por allí, mas pronto que tarde lo estaré echando de menos…

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Al igual que Sugus, Salvo eligió una noche de domingo para colarse en nuestro portal.

Era el finde antes de Semana Santa. Junto a la entrada, una maleta para dos me recordaba que al día siguiente – después de todas las veces que A. me había propuesto que fuera allí con él- al fin iba a conocer Zafra, pero con Nacho.

La idea era salir lo antes posible, por aquello del sol, así que después de cenar, en cuanto el Escocés y Paula salieron por la puerta, decidimos lavarnos los dientes e irnos a la cama. Y en ello estábamos cuando en mi móvil comenzó a sonar ‘Northern Exposure’...

Me llevó un rato entender lo que el Escocés me estaba intentando contar. Un gato, gris, en mi portal… no, no era Sugus… seguro, sí… aunque por lo visto parecía igual de perdido que ella…

Mi primera reacción fue desentenderme. Lo último que necesitaba era otro gato gris que me dejara hecha mierda cuando sus dueños vinieran a recogerlo. Por no hablar de que, en aquella época, no creía posible que hubiera nadie (persona, gato o cosa) que se sintiera la mitad de perdido que yo.

Media hora más tarde empecé a oírlo maullar. Por lo visto el Escocés al irse a su casa había dejado cerrada la puerta del portal. Si era de algún vecino, me dijo, era cuestión de tiempo que acabara oyéndolo y bajando a buscarlo.

Tenía sentido, así que decidí darle al presunto vecino diez minutos más. Luego me puse los vaqueros, cogí las llaves de casa y bajé a echar un vistazo.

Y allí estaba,  dando vueltas por el portal, maullándole a nadie.  Al verme, vino directo hacia mis piernas y comenzó a restregarse por ellas. Era enorme, blanco y gris, pelo largo y, a pesar de estar muy sucio (mucho) y muy flaco, no parecía ser un gato callejero.

Y aunque tenía muy claro que no me lo podía quedar, tampoco podía dejarlo allí…

Y en eso estaba cuando el sonido de una puerta llamó su atención y salió disparado escaleras arriba; momento que aproveché para volver a casa, cruzando los dedos para que las predicciones del Escocés fueran ciertas.

Aún así, como hiciera cuando me encontré a Sugus, decidí meterme en internet y buscar anuncios de gatos perdidos en la zona. No sé cuántas fotos, descripciones, y fechas miré…  Nada. Finalmente conseguí apagar el ordenador y meterme en la cama.

No recuerdo ahora si había llegado a coger el sueño cuando volví a escucharlo maullar. Encendí la luz, desperté a Nacho y le dije que teníamos que hablar…  Después de mucho analizar la situación y no llegar a nada, acordamos esperar hasta el día  siguiente y, si aún seguía en el portal, ya veríamos qué hacíamos con él.

Aquella noche no dormí. Cada vez que se callaba pensaba que alguien le habría abierto el portal y lo habría echado. Y tenía que contenerme para no salir a buscarlo. Luego volvía  a oírlo y pensaba que ya quedaba menos para que amaneciera. Y me sentía aliviada y agobiada a la vez.

(…)

No fue fácil quitarle toda la mierda que traía puesta. Como no lo fue que olvidara lo que quiera que lo trajo a nuestro portal aquella noche y empezara a confiar en nosotros.

Para mí tampoco fue instantáneo quererlo. Supongo que me daba miedo encariñarme con él y que acabara desapareciendo, como hizo Sugus.

(…)

Desde aquel amanecer han pasado ya siete meses. Y mientras escribo esto, Salvo duerme hecho una bola en el sofá. Una bola blanca y gris, peluda y suave, que esconde una nariz rosa con una bonita peca negra.

Y aunque a Wilma no termina de gustarle compartirme con él, no le queda otra.

Tanto si le gusta como si no, ahora lo sé, Salvo ha venido para quedarse.

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‘Para mantener una verdadera perspectiva de lo que valemos, todos deberíamos tener un perro que nos adore y un gato que nos ignore’ (Derek Bruce).

En un par de diíllas hará un año de nuestra última mudanza. Un año viviendo en este piso que tanto me gusta, y en el que, a pesar de ser de alquiler, me siento casi como en casa.

Me gusta que a pesar de seguir sin muebles, tengamos un reloj de pared; que a pesar de tener barra en la cocina, sigamos comiendo en el sofá. Me gusta que apenas haya puertas, y que las pocas que hay estén siempre abiertas. Me gusta que el Escocés siga entrando con su llave y despertándome cuando me quedo dormida por las mañanas. Me gusta tener todas esas cosas que el año pasado echaba tanto en falta, como agua a temperatura constante en la ducha, o armarios con puertas que no se queden abiertas durante la noche…

Es ese casi que no logro definir lo que me jode.

… y lo cierto es que ya me gustaba cuando aún no lo había visto por dentro; cuando paseábamos a nuestra perra y yo, no sé por qué, me fijaba en aquel balcón, el de las macetitas que parecían hierba de gato, y en aquella mujer rubia que se asomaba entre ellas como si esperara a alguien que estuviera siempre a punto de llegar.

Pero se ve que ese alguien, quien quiera que fuese, nunca llegó; y ella, la rubia, debió cansarse de esperar.

Así que ahora soy yo quien le da el relevo a Penélope, sólo que menos rubia (concretamente morena), con menos glamour (en boxers viejos y camiseta interior) y con bastante menos paciencia.

Y apoyada en la barandilla, entre estas macetitas de hierba (ahora lo sé) falsa, me pongo a pensar en lo rápido que ha pasado este año y en lo largo que se adivina el verano que me espera…

Y aunque sobre mi cabeza los vencejos juegan a perseguirse dibujando círculos discontinuos en el cielo, es en la calle donde un gato negro que asoma la cabeza por debajo de un coche consigue sacarme de mi ensimismamiento. Y lo llamo. Y sale. Y me mira. Y se va.

Y mientras lo veo marcharse, me viene a la cabeza aquella otra gata gris con nombre de caramelo que irrumpió en mi vida a principios de curso. Entonces miro a mi perra, que en los 13 años que lleva con nosotros no se ha movido de mis pies. Y me doy cuenta de que da igual cuánto la quiera; en el fondo siempre necesitaré un gato que me ignore.

Y por fin sé qué es lo que le falta a este piso para ser perfecto. Y no son ni los muebles, ni los cuadros, ni las baldas en las que poner los libros que aún andan guardados en cajas.

Y pienso cuánto me habría gustado que hubiera querido quedarse… Y me convenzo a mí misma de que tal vez aquél no fuera el momento. Y me digo que quizá, cuando menos me lo espere, dentro de un mes o dentro de un año, otra gata me despierte maullando a media noche.

– Esta vez – pienso– la llamaré Martha.

Y puede que para entonces sí lo sea…

Y si el nombre le gusta, tal vez no quiera marcharse.

Y si el nombre le gusta, tal vez consiga sentirme por fin como en casa.

Escrito por: Bloody el 26 Oct 2009 –

… será que mi padre no me lo ha dicho veces: «hija, que tienes que aprender a mirar pa’otro lao». Pero yo nada, empeñada en mirar a donde no debo…

(…)

Éste ha sido un finde toledano como pocos. Empezó el jueves, one more time (que se note que soy estudiante…) cuando el Escocés, me llamó para avisarme de que no se iba a pasar a cenar porque veía al Nota raro.

Raro, para los que nunca hayáis tenido gato (gente lista¡), nunca es un buen adjetivo a la hora de hablar del comportamiento de una mascota, en general, y de un gato en particular. Y el Nota lo estaba, raro. Así que me quité el pijama, me puse unos vaqueros y tiré pa’l portal de al lado, a ver cómo de raro estaba. Lo encontré escondido debajo de la cama de Paula, de donde sólo salió cuatro o cinco veces en toda la noche… para potar.

El viernes y el sábado pasamos más tiempo en la veterinaria que en nuestras respectivas casas. Le hicieron radiografías, análisis de sangre, una eco (en la que aparecía un cuerpo extraño en el estómago del Nota), más radiografías, esta vez de contraste, y ya que estaban, le pincharon medicación a tutiplén, a ver si dejaba de vomitar, comía, y cagaba lo que fuera que se hubiese tragado. De lo contrario, teníamos progamada ya una operación de urgencia para el domingo.

Ni que decir tiene que ni al Escocés ni a mí nos pareció nada extraño eso de que El Nota tuviera algo que no debía en el estómago. Más que nada porque, desde que lo recogí de la calle, el Nota ha demostrado ser un hijo de puta con papeles de la Junta, y se ha comido desde cordones hasta trozos de sábana. De lo que no teníamos ni idea es de qué coño podría haberse comido esta vez, con el cuidado que tenemos…

Y así hemos pasado el finde, durmiendo con un ojo abierto, pinchándole cosas que le habían mandado para que no siguiera vomitando, e intentando que comiera (a veces por las buenas y otras no tanto) para que así echara lo que se hubiese comido y no hubiese que abrirlo.

Ayer domingo cagó por fin. No había ningún cuerpo extraño. Lo sé porque me encargué de revisar los cinco mojones chiquitillos uno por uno (alguien tenía que hacerlo…). Pero al menos cagó, y eso era bueno, porque es señal de que el intestino no está obstruído y que es cuestión de tiempo que lo eche. Algo más tranquila, dejé al Escocés a cargo de la tropa y me vine por fin a dormir a casa, a esta casa sin gatos y sin pelos de gato que, desde que me separé, hacen que mi asma haya vuelto a la carga y no me deje respirar, por muchos inhaladores que tome.

Supongo que, después de un finde tan largo, tenía bastante sentido que soñara con gatos. Por eso, cuando a las 4 de la mañana me despertó un gato maullando, lo primero que pensé es que lo estaba flipando. A las 5:30 ya no estaba tan segura… Oía a un gato claramente. Desperté a Nacho y le pregunté si él lo oía también… momento que el gato eligió para callarse… Pero volvió a la carga, y Nacho y yo coincidimos en que el maullido parecía venir del portal.

Diez minutos después, Nacho aparecía por casa con una preciosa gata gris (que me recuerda muchísimo a mi Bleda) en los brazos. Tenía toda la pinta de haberse escapado o perdido, llevaba un collar antipulgas y estaba gordita y bien cuidada, además de muy asustada. No me quedó otra que despertar al Escocés, para avisarle de que Nacho iba para su casa a llevarle a la perra (con el fin de evitar posibles conflictos) y para traernos un cajón para la arena (suerte que tenemos uno de sobra), arena y comida para gatos.

Y aquí estamos, este cuerpo extraño y yo…

Después de varias horas lloriqueando se ha quedado dormida en el sofá. Hemos puesto carteles por si alguien la está buscando, y a las 10.30 llamaré a la veterinaria, por si conoce a sus dueños.

Por ahora, prefiero no pensar qué vamos a hacer si nadie llama preguntando por ella… Ni qué le voy a contar a mi padre cuando hable con él dentro de un ratillo…

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Comprobó la temperatura del agua con el pie. Perfecta. Encendió un par de velas y apagó la luz del baño. Hacía meses que no pasaba un fin de semana sin una guardia, que no dormía 8 horas seguidas, que no tenía tiempo para ella. Dejó que la espuma volviera a la superficie cubriendo los huecos que había dejado al meterse y, cerrando los ojos, echó la cabeza hacia atrás. Al sacarla se peinó con los dedos, siguiendo el pelo más allá de la nuca, como si aún lo llevara largo. Aquél había sido sólo uno de los muchos pequeños cambios que habían tenido lugar en los últimos meses.

Miró hacia la alfombrilla donde solía tumbarse su gata. Recordó sus maullidos, interrogantes cuando la perdía de vista, exigentes cuando su comedero estaba vacío y, sus favoritos, los que le daban la bienvenida al volver a casa.

A él nunca le gustó. No entendía cómo aquel bicho podía tener tanto protagonismo en su vida. El día que se escapó, ella tenía turno de noche. Y él no quiso preocuparla. Por eso decidió no contárselo cuando la llamó para preguntarle cuánto tiempo tenía que calentar la cena al microondas. Ni cuando la volvió a llamar porque no encontraba el cargador del móvil. No se enteró hasta la mañana siguiente, cuando al abrir la puerta no apareció enredándose entre sus piernas. Él le quitó importancia con un ya volverá cuando tenga hambre… los gatos son así. Y ella prefirió no preguntar cómo había podido escaparse.

Durante semanas esperó que alguien la hubiera reconocido en la foto con la que empapeló el barrio, comprobaba su móvil una y otra vez, le parecía oír sus maullidos en el pasillo. Hasta que un día dejó de oírlos. Y de esperar. Después de aquello no hubo más gatos. Él insistió en que era lo mejor. Los gatos eran ariscos y traicioneros, no como los perros. Y ella pasó por el aro. Como tantas veces. Al fin y al cabo, sabía de lo que hablaba. Llevaba muchos años siendo perro. Siempre buscando su aprobación. Siempre conformándose con las sobras. Siempre supeditando sus necesidades a las de él. Hasta el día en que él decidió que aquello no funcionaba. Sin más explicaciones. Y cuando se fue, se dio cuenta de que no tenía nada. Sólo una casa vacía en la que enterrarse viva y aquel pasado que pesaba como una losa.

A partir de entonces todo fue cuesta abajo. Un perro sin dueño no tiene orgullo. Se acerca a cualquiera que tenga algo que ofrecerle. Y a veces necesita tanto volver a confiar en alguien, que acaba lamiendo la mano equivocada. Ella lo hizo. Lamió la mano equivocada. No una, muchas veces. Muchas manos. Demasiadas. Y cuando por fin tocó fondo y vio en lo que se había convertido, decidió que ya había sido perro suficiente tiempo. Y se sacrificó. Y se reencarnó en gato. Y comenzó a vivir la primera de sus siete vidas. Y cuando apuró la primera, fue a por la segunda, a por la tercera.

Un mensaje en el contestador la devolvió al presente, a las yemas arrugadas de sus dedos. Aún faltaban un par de horas pero prefería no ir con prisas. Salió del baño, apagó las velas y comenzó a arreglarse. Eligió cada detalle. No quería dejar nada al azar. Había imaginado aquella llamada muchas veces en los últimos meses. Cuando aún dolía. Cuando aún esperaba una explicación a la que agarrarse. Hasta que dejo de hacerlo. Entonces llegó. Y con la llamada, la invitación a cenar, el vino, las confesiones. Nada que ella no supiera. Nada que tuviera ya importancia. Aún así le siguió el juego. Le dejó hablar hasta estar segura de que no quedaba nada que aclarar. Entonces se lo llevó a la cama. Y le mostró todo lo que había aprendido sin él. Necesitaba que entendiera en qué se había convertido. En qué la había convertido.

Pero él no lo entendió. Tiró de recuerdos y fechas que ya no significaban nada. Habló de segundas oportunidades. Y acabó pidiéndole que volviera. Y ella le dejó arrastrase. Prometió que se lo pensaría. Y lo hizo. Pensó en su gata, en el tiempo que pasó buscándola, en lo largos que se vuelven los días esperando una llamada que no llega. Y tras echar una última mirada a aquel desconocido que dormía junto a ella, dejó su respuesta sobre la mesita. ‘Volveré cuando tenga hambre’. Y cerró la puerta a sus espaldas. Y estrenó su siguiente vida.

Y mientras buscaba las llaves del portal lo vió. Un gato gris de no más de un palmo de alto maullando asustado bajo un coche. No se lo pensó. A fin de cuentas aún le quedaban 4 vidas que compartir.


Esta semana la llevaba el Escocés, y su propuesta fue «Epitafios».

El mío es un poco metafórico y… estooo… un poco larguito…

¿Qué queréis que os diga? Haber elegío muerte …