«Hacer una pieza de cerámica consiste en coger un trozo de barro y transformarlo en otra cosa. El barro es el mismo, pero la cosa es distinta. Y eso es lo que nos pasa muchas veces a las personas. Que al principio somos de una manera, pero luego nos convertimos en otras. Que llevamos el mismo nombre y tenemos la misma cara, pero en realidad no somos los mismos» (Independencia, J. Cercas).

Saliendo de nuestro portal, a mano derecha, hay un callejón peatonal con 6 árboles de sombra, que en primavera ciegan las alcantarillas con sus flores amarillas y en otoño con hojas crujientes que arremolina el viento, y 4 farolas, de esas negras de hierro colado y luz tenue, pensada más para dar cobijo a los adolescentes que, arrumbados en el escalón que queda en el recoveco a mano izquierda, se reúnen allí para compartir besos, litros y porros, que en alumbrar el camino que lleva a lo que nosotros hemos acabado bautizando como la placita del cementerio. En realidad no hay tal placita, sólo un aparcamiento al aire libre que da a la tapia del antiguo cementerio, desalojado años atrás -a pesar de la placa que aún reza: vaticinare de ossibus istis / profetiza sobre estos huesos-, en el que una colonia de gatos romanos comparte los restos de comida que los vecinos les dejan con gaviotas y palomas. Y a la espalda del cementerio, el mar.

Cuando nos mudamos a este piso, el último de cinco plantas de uno de esos bloques de vivienda de alquiler social de los años 50, le pedí a Nacho una única cosa: que nunca, por mucho tiempo que, espero, vivamos aquí, diéramos el mar por sentado. Un año y (casi) ocho meses después, después de haber vaciado hasta la última caja, de haber colocado en orden alfabético de autor todos nuestros libros, de haber sacado esquejes del esqueje del tronco original, de haber elegido entre armarios y cortinas, de haber sido testigo de cómo Brow descubría lo que era mojarse las patas andando entre las piedras que la bajamar deja al descubierto, de haber visto cómo mi pelo empezaba a volverse blanco y mi ropa empezaba a quedárseme pequeña, de haber vuelto a leer, a leer de verdad, de haberme casado con un hombre que sabe dios cuánto debe quererme para haber llegado hasta aquí, hasta la persona que soy hoy, después de todo este tiempo, decía, yo sigo cumpliendo mi parte del trato. Sigo asombrándome cada vez que voy a la cocina y lo encuentro, al otro lado de la ventana, coloreando de azul el hueco que queda entre los edificios que hay frente al nuestro. Sonriendo como una idiota cuando cada sábado, al ir a tender, distingo las siluetas de las gaviotas planeando a lo lejos. Sobresaltándome cuando, en las noches de invierno, lo oigo tronar al otro lado del muro del cementerio, amenazando con anegar lo que pudiera quedar de santo en aquella tierra baldía.

Como si cupiese la posibilidad de que una mañana, al despertar e ir a ponerme el café, un nuevo bloque de pisos ocupase su lugar. Como si al subir a la azotea, con el cesto lleno de ropa descansando sobre la cadera, mirase hacia poniente esperando no encontrar una sola gaviota meciéndose en el cielo. Como si en esas madrugadas heladas de diciembre en las que me toca sacar a Brow, al llegar a la placita del cementerio temiese que en lugar de recibirme el acompasado rugido de las olas, lo hiciese el ensordecedor silencio de unos huesos que han olvidado que ése ya no es su hogar. Como si todo esto, el haber cerrado una etapa de mi vida en la que llevaba demasiado tiempo esforzándome por sentirme a gusto, el haber dejado atrás por fin una ciudad en la que nunca deshice del todo las maletas, el haberme desintoxicado de esa necesidad enfermiza de gustar a hombres que ni siquiera me gustaban a mí, no fuese mas que un sueño del que cualquier sonido -el tañido de las campanas de San José, el ladrido de los perros del vecino de enfrente- pudiera arrancarme.

Mientras tanto, la vida en Cádiz marca sus propias rutinas. Rutinas baratas, porque del piso original en el que nos hipotecamos a veinte años hace dos, sólo queda la puerta de la calle y un préstamo gigantesco con el que pagar la reforma que hicimos, hipoteca aparte. Porque Paula, con la que llevo dos años reconstruyendo, piedra a piedra, una relación que llegó a parecerme insalvable, se fue a estudiar a Granada. Porque nuestros animales, como nosotros, se han vuelto achacosos con la edad. Porque algún día llegaremos a mediados de mes sin que me quiten el sueño los recibos que aún quedan por pagar, sin calcular si podemos o no permitirnos esa caña en el chiringuito de abajo, sin ir a comprar buscando las etiquetas naranjas de oferta por pronta caducidad, pero para eso faltan aún más de cinco años.

Por suerte, nuestras rutinas aunque austeras, son bonitas. Nos ocupamos del mar. Nacho se ocupa del viento, yo de las mareas. Cuando la bajamar coincide con una hora en la que puedo pasear sin temer al sol, aprovecho para recoger regalos diminutos que las olas me dejan en la orilla: pequeñas caracolas rotas que alguna vez fueron la casa de alguien, conchas minúsculas y rosadas con forma de delicado pezón, cristales que cubren toda la gama cromática entre el azul y el verde, redondeados durante años por el vaivén del Atlántico, trocitos malvas de caparazones de erizos, restos de vieras que juntos forman un puzzle precioso y abstracto, o piedras que por un motivo u otro -el dibujo de sus vetas o la forma que les ha dado el propio rodar sobre sí mismas- llaman mi atención. Cuando no sopla viento, o el que sopla viene del horizonte, cogemos sillas, sombrilla, libros y toallas, porque nunca se sabe, y echamos un par de horas leyendo, saltando olas u observando cómo las gaviotas campan a sus anchas una vez que la gente, agotada de playa, recoge sus trastos dejando atrás restos de bocadillos, gusanitos caídos en la arena y patatas fritas demasiado desmenuzadas para llevárselas a la boca. Los fines de semana subimos a la azotea a tender lavadoras, leemos tirados en el sofá los libros que hayamos sacado de la biblioteca, hacemos lista de la compra o vamos a casa de mis padres y volvemos con un botín que puede o no contener una botella de aceite, verdura fresca, uno o dos suplementos culturales que mi padre nos ha guardado, y alguna otra cosa con la que mi madre tenga a bien sorprendernos. Los domingos compramos churros para dos en el centro Cántabro que hay al lado del Covirán y nos los comemos, invariablemente, con ansia al principio y con fatiga al final. Y a veces, cuando juega el Cádiz, bajamos a verlo al bar del hotel de enfrente, el mismo en el que hace algunas vidas la mujer que ya no soy pasó una noche con A. y, tal vez, incluso se asomó a alguna de las ventanas que hoy veo desde la mía, ocupada ahora por un hombre que se asoma a fumar, por una pareja que va de la cama a la ducha, por una empleada que abre para ventilar y cambiar las sábanas.

Y no hay día en que no sea consciente de lo afortunada que soy por todas estas cosas. Porque las personas a las que quiero, a las que quiero de verdad, hayan permanecido a mi lado sin atosigar ni pedirme cuentas por las ausencias pasadas, los desplantes, los engaños. Dándome tiempo para que ese mar que me he propuesto no dar por sentado haya hecho conmigo lo que hace con las botellas rotas y, a base de contemplarlo cada tarde desde la ventana de la cocina más bonita del mundo, con su suelo lleno de estrellas verdes y su mesita para dos, hubiera ido redondeando cada complejo, puliendo cada pensamiento autodestructivo, ayudándome a mirarme al trasluz con otros ojos, menos duros, a aprender a perdonarme.

Aún es de noche cuando me pongo los vaqueros, la sudadera, le pongo a Brow la correa y el bozal y giramos a mano derecha hacia la placita del cementerio. Las farolas nos guían con su luz amarilla y vamos dejando atrás un árbol tras otro hasta llegar a seis. Bajo el último de ellos, descansa un gato, el blanco y negro cabezón con sólo medio rabo. Sigue a Brow con la vista sin hacer amago de moverse, como si supiese distinguir qué perro supone una amenaza y cuál no. Brow no lo ve a él. Mejor, pienso. Regresamos a casa despacio, desandando el camino, contando los árboles hacia atrás: 6, 5, 4, 3, 2, 1. Al llegar al último, o al primero, según se mire, las farolas se apagan. A lo lejos, el rumor del mar. Presente, parece decir.

Y amanece.

«Cuando te gusta alguien te entregas sin condiciones. Eso es peligroso. Debes protegerte y no lo haces en absoluto» (F.)

Estas últimas semanas, ni una vez ni dos, me he sorprendido a mí misma fantaseando con volver al Virgen del Rocío. Cierro los ojos y visualizo una habitación en planta. La cama estrecha y blanca, las sábanas frías, usadas y lavadas cien millones de veces, el sillón azul desgastado a su derecha, el baño compartido y ese olor mezcla de lejía y enfermedad flotando en el ambiente. Al fondo, un ventanal cerrado a cal y canto, no sea que a alguien se le ocurra tomar un atajo. Al frente, una puerta permanentemente abierta. Y el trasiego de batas y carritos entrando y saliendo a cualquier hora. A cogerte una vía. A traerte el desayuno. A dejarte el termómetro. A limpiar la habitación. A hacer la ronda. A cambiarte las sábanas. A bajarte a rayos. Tú sólo tienes que dejarte hacer. Estar tumbada y dejarte hacer. El tiempo congelado. Tu vida en pausa.

En vez de eso, diciembre sigue su curso dentro de esta habitación recién pintada, de esta cama vestida de algodón con flores azules y verdes que compramos este verano en Portugal, de mi cuerpo funcionando en modo automático. Un taxímetro en marcha en medio de un atasco en el que es imposible avanzar ni retroceder y del que ni siquiera alcanzas a ver dónde acaba. Días indistinguibles, que lo mismo podrían ser martes que viernes. Días en los que ducharse es una opción. Como comer. Como dormir.

Hay noches, cuando me desvelo y sé que no voy a poder volver a conciliar el sueño, que ni siquiera me molesto en intentarlo. Enciendo la luz de mi mesita, me pongo las gafas, cojo el móvil y abro Instagram, dejando que el algoritmo encargado de decidir qué publicaciones podrían interesarme, me sugiera cosas. Y lo hace. Recetas de platos veganos, fotogramas de películas, frases de autoayuda, citas literarias, memes de gatitos. Y de repente el vídeo: «Hope, la tortuga de agua albina nacida con una malformación en su caparazón». Aunque tal vez malformación no sea la palabra. En este caso lo que hay es una no formación. Una ausencia. La ausencia de exoesqueleto en la parte del peto que debería proteger su corazón. Una ventana abierta a través de la cual su precioso y diminuto corazón de tortuga bombea sangre a ojos vista. Su puto precioso y diminuto corazón de tortuga latiendo desnudo. Como si una, por muy tortuga que sea, pudiera permitirse ir por la vida a corazón descubierto.

Saco el cuadernito que tengo en la mesilla y me pongo a escribir. «Razones». Y lo subrayo. Dos veces. Necesito analizar todo esto. Necesito entender(me). Necesito encontrar el modo de ser menos yo. «Sé menos tú», escribo. Y sigo escribiendo. Escribo sin filtro hasta que el despertador rompe el silencio, dando comienzo a este día que ya se me ha hecho bola sin saber siquiera cómo se llama.

Y mientras me tomo el café que Nacho me trae a la cama cada mañana desde que estoy así, recuerdo lo que me dijo Fer. Luego veo mi nueva colección de moratones y me pregunto qué habría pasado de no estar Nacho en casa cuando se me cerró el canapé de la cama sobre el brazo izquierdo. Probablemente se habría acabado cumpliendo mi fantasía. Me hago una foto que me sirva como recordatorio de lo que está siendo este mes de diciembre. «Ya me hiero yo, gracias». Quito el «gracias» y la subo a Instagram.

Y pienso en la tortuga que, contra todo pronóstico, ha conseguido sobrevivir con su puto precioso y diminuto corazón expuesto.

Repaso el cuadernito: 38 razones.

Quizá la clave no esté en ser menos yo.

Si para todo hay término y hay tasa
y última vez y nunca más y olvido
¿quién nos dirá de quién, en esta casa,
sin saberlo nos hemos despedido?
(‘Límites’ de J. L. Borges)

Dejo aquí las bolsas, échales tú un ojo ¿vale? ¿Qué te traigo? ¿Coca-Cola Light?

Light no, cero. 

¿Pregunto si tienen pasteles sin azúcar y te tomas uno? No se lo decimos a papá ni a mi hermano, no te preocupes.

No, déjalo… – dice con la boca chica.

Y recuerdo aquel amanecer nublado en que, al volver de la playa, Nacho y yo fuimos al bar que hay junto al antiguo polideportivo y aparecimos por casa con un papelón de churros para cuatro y chocolate para ella. Y en que hacía mucho que no veía a nadie tan feliz como a mi madre mojando, bajo la mirada desaprobadora de mi padre, aquella masa frita en el chocolate aún caliente y llevándosela a la boca como si se la fueran a quitar.

Lo que no recuerdo, por más que lo intente, es el momento exacto en que comencé a distanciarme de mi madre. El momento en el que tomé partido por mi padre sin escuchar su versión de la historia. De su historia. El momento en que decidí que no sabía qué quería ser en la vida salvo, y esto lo tenía muy claro, no parecerme a ella. Y comencé a aborrecer, con una constancia y minuciosidad que no he sabido aplicar a nada más en los 47 años que tengo, todo lo que irremediablemente asociaba a esa mujer que casi pierde la vida tras darme a luz: las clases de historia, las berenjenas, el color amarillo, las barras de labios, el carnaval, los pendientes.

Entro en la cafetería y repaso el expositor de helados y el de pasteles con la esperanza de que tengan algo para diabéticos.  Finalmente me rindo y pregunto a la dependienta, una rubia alta, con moño apretado y sonrisa abierta, que me confirma que no, cariño, que sin azúcar no tenemos nada. Pues ponme una Cola zero y un café solo, gracias. Estamos sentadas en una de las mesitas de fuera. Y salgo a la calle donde mi madre se abanica exhausta tras nuestra pequeña excursión por las tiendas del centro. De espaldas a la puerta, y antes de entrar en su campo de visión, observo el extraño arcoiris que forma cuando la ves en conjunto: pelo corto anaranjado por el sol, párpados de un verde pálido, labios entre rojo y fucsia, pendientes amarillos, collar dorado, camisola amarilla, pantalón blanco con flores verdes, naranjas y lilas, y calcetines, amarillos también, asomando tras las tiras de unos zapatos plateados que soportan sus cerca de 90 kilos de peso.

No tenían nada sin azúcar, mamá, lo siento, le digo como si no hubiera escuchado su negativa anterior. Y me siento a su derecha liberándola de la vigilancia de las bolsas de ropa que se ha empeñado en regalarme. Y mientras nos tomamos lo que hemos pedido, la escucho contar anécdotas de la playa, historias de mis tías y cotilleos sobre amigas que, salta a la vista, no le caen demasiado bien. A cambio yo le hablo de Claudia, de María, de Alicia, de Maca, a la que aún no conoce, de que Chema se ha echado novia, de que Paula se va a apuntar a boxeo, de que a ver si este año podemos volver en carnavales… No le hablo de mi relación abierta con Nacho, ni de cómo aún me duele el pecho después de que me lo partieran por la mitad esta primavera, ni de la cantidad de cosas preciosas e inesperadas que me han pasado estos últimos meses. Tampoco ella pregunta. No pregunta con quién he estado hasta el amanecer todas esas noches en que me he quedado en su casa este verano. Ni cómo es que a la vejez me ha dado por hacer ejercicio o intentar sacarme el carné. Ni de por qué… Ni de cuándo…

Y me doy cuenta de que ésta es la primera vez, la primera en toda mi vida, en que salimos las dos solas a tomar algo. Y pienso en mi relación con Paula, en la de tardes que habremos salido de tiendas, al cine, a comer o a merendar por ahí, sólo chicas, y hemos aprovechado para ponernos al día sobre nuestras cosas, porque yo a mi hija hace mucho que decidí que no quería ocultarle quién soy. Y en cómo, en gran medida, la madre en que me he convertido está definida por la mujer que tengo al lado. E instintivamente echo mano de los pendientes que llevo casi a diario desde hace año y medio, cuando decidí perforarme los lóbulos y ponerme aros. Aros sencillos pero grandes, idénticos a los que los que le regalé la última vez que estuve en su casa, aunque nunca se los haya puesto.

Tampoco para ella es fácil, imagino. Quieras que no, no hace ni un año en que le pedí perdón, sin medias tintas, por tantas cosas. Por el desprecio, por las malas contestaciones, por no ponerme jamás de su parte, por ponerme, de hecho, de la de cualquiera antes que de la suya. Ni un año hace desde que le dije, por primera vez desde que era niña, que la quería.  El único te quiero, que yo recuerde, que lejos de fluir, fue doloroso y descarnado, como un parto sin epidural.

Después de aquello no he hecho más que contenerme. Morderme la lengua en momentos como éste para no decirle que, después de tantos años juzgándola y condenándola, ahora entiendo el porqué de aquella depresión que la hundió en la mierda. Que lo sé todo. Y que ojalá lo hubiese sabido antes. Y que ojalá lo hubiese sabido de su boca. Y son precisamente estos momentos los que peor llevo. Porque no puedo volver atrás y apoyarla. Decirle que no hace falta que deje su trabajo por nosotros. Que ningún hombre merece la pena si te hace renunciar a todo lo que amas para estar con él. Ni siquiera mi padre. Y hacerle la vida un poco menos difícil.

Entonces me consuelo pensando que, aunque me haya llevado tanto, demasiado incluso, al menos he llegado a tiempo para mirarla con otros ojos. Para ver en ella a la mujer que se cortó el pelo como un chico y llevó vaqueros cuando ninguna otra lo hacía, a la que sonreía en todas las fotos, a la que me explicaba latín e historia en la mesa de la cocina hasta las tantas, a la que se pasaba horas cosiendo para que yo tuviera más ropa de la que me podía poner, a la que me desenredaba el pelo al salir de la ducha, a la que sacaba libros de animales de la biblioteca de su colegio para que yo los leyera. A tiempo, quiero pensar, para que se sienta orgullosa de mí, o al menos de la parte de mí que he dejado que conozca.

Y que si esta tarde de septiembre, donde lo único que hemos hecho es ir de compras y tomarnos una Coca-Cola juntas y hablar de la vida de los otros en un bar del centro, fuera la última que compartiera con ella, habría sido una buena despedida.

 

«A nuestra edad sabemos que nada es para siempre. Nos enamoramos pero sabemos que no será para siempre. Por eso nos arriesgamos, por eso nos entregamos hasta quedar vacíos»

(Alejandra Pizarnik).

6.45 h. Te despiertas desubicada, coges el móvil para comprobar cuánto queda hasta que suene la alarma y, sin querer, abres la cámara frontal, que no entiende de horas ni de autoestima y te devuelve la cara que tienes en este momento. Los párpados hinchados, el cuello flácido desde aquella vez que se te llenó de sangre y casi te ahogas, las comisuras de los labios caídas. Por suerte, sin enfocar, los detalles se difuminan y, si no te fijas demasiado, parece que tienes las dos cejas iguales y que no les haría falta un repaso. Cierras la cámara y echas mano de las gafas para leer las notificaciones que se han acumulado durante la noche. Un día más ninguna es la que esperas. Y no has puesto aún un pie fuera de la cama y ya tienes ganas de llorar de nuevo. En vez de eso, haces tripas de corazón y te pones en marcha…

.

Salgo de casa y echo a andar hacia la derecha, junto al carril bici, hasta llegar al semáforo. Ya no hace frío como para llevar chaquetón y el aire fresco de la mañana termina de despertarme antes de que el muñequito verde me invite a cruzar. Mientras espero, busco alguna coplilla en mi móvil y trato de convencerme de que estoy mejor que ayer, aunque lo cierto es que aún me cuesta no abrir el wasap esperando encontrar un buenos días, preciosa. O peor aún, abrirlo esperando no encontrarlo.

¿Qué hay que hacer? 

Ya en la acera de enfrente paso junto a la fábrica de artillería, dejando a mi izquierda los naranjos que hasta hace dos días estaban cargados de naranjas amargas y que hoy se ven desnudos, rodeados de fruta caída.

¿Qué hay que hacer ahora que todo está hablado?

Alcanzo la esquina que me separa del edificio del bar de Solas, protegido ahora por una malla negra de obra de la que cuelga un letrero que sugiere a los peatones continuar por la acera de enfrente. Como cada mañana, hago caso omiso y ralentizo el paso hasta detenerme frente al pequeño parterre de rosales blancos que se alinean a lo largo de toda la fachada y que parecen haber estallado durante la noche. E imagino, mientras me acerco a olerlas, a todo un ejército de naipes pintando de rojo las cientos de rosas blancas que tengo ante mí.

Y como salido de la nada, me atraviesa el recuerdo del rosal rojo que planté cuando aún vivía en aquella casa perfecta, con patio encalado y luz a raudales. Antes del lupus. Antes de A. Porque hay una vida antes del lupus y una después. Como hay una vida antes y otra después de A.

Es pronto para la amnesia y tarde para irnos intactos

Y mientras trato de evaluar cuántas vidas habré vivido desde aquel rosal, y si acabará habiendo un antes y un después de ti, fijo la mirada en la pared que hay tras esta barricada de rosas. En el ladrillo, expuesto a trozos allí donde no llegó el cemento, o donde la pintura se ha acabado agrietando y cayendo. En la ventana, cerrada a cal y canto gracias a  la contraventana verde y a la vieja reja de apenas 4 barrotes verticales, otro horizontal y 3 más añadidos a posteriori que dibujan 20 espacios desiguales.  Y junto a ella, como si hubiera conseguido escapar a tiempo, en la figura negra del ave con alas extendidas que parece que acabe de echar a volar en dirección al cielo, aunque no deje de estar atrapada en esa pared que cualquier mañana amanecerá enfoscada por completo y pintada de blanco. O de albero. O de vete tú a saber qué color.

Lo intenté, lo intenté. Hoy tu recuerdo es un pájaro…

Y sé que, cuando ese día llegue, me moriré de pena. Y dará comienzo una vida en la que pase junto a los rosales y busque al pájaro que consiguió escapar de la ventana sin encontrarlo. La vida después de.

… que bate sus alas detrás de mí y silba y enreda mis pasos

Y acabaré por acostumbrarme, eso también lo sé. Como acabaré por acostumbrarme a tu ausencia al otro lado del teléfono los lunes por la noche, o a no buscarte con cualquier excusa, ni a guardar chorradas sólo para mandártelas. Mañana será más fácil, me digo mientras cuento los días que hace que no sé de ti. Los mismos que llevo echándote de menos y convenciéndome a mí misma de que tú a mí no y bebiéndome hasta el agua de los charcos cada vez que salgo y subiendo fotillos donde parezca que estoy de puta madre y mordiéndome la lengua para no mandarte otro audio diciéndote cómo me siento y que vuelvas a clavarme un visto.

Mañana será más fácil, me digo.

Y echo a andar sin despedirme del pájaro. Como si tuviera alguna certeza de que seguirá estando ahí mañana.

“Somos libres de elegir qué hacemos pero no qué deseamos” (Txema Salvans).

Cuenta mi madre, y yo la creo, que una vez, siendo apenas una mica que no levantaba un palmo del suelo y estando a unos metros mal contaos de llegar al colegio, vi un charco especialmente hondo junto a la acera y ¡PLAF!. No lo salté. Ni lo pisé. Me metí en aquel charco como quien se lanza en bomba a la piscina en una mañana de agosto. Claro que sí.

A menudo pienso en aquella anécdota, que mi madre adorna con todo lujo de detalles, detalles que varían ligeramente de una vez a otra, y visualizo a decenas de niñas y niños, preparados para aquel día de lluvia con sus chubasqueros y sus botas de agua, mirando de reojillo aquel charco tan tentador y esquivándolo. A veces imagino incluso algún tirón de mano – ¡Tú aquí conmigo, fulanito! ¡Ni se te ocurra, menganita! – mientras pasan junto a esa mujer que no ha sabido controlar a su hija y ahora le regaña por haberse puesto perdida y tener que volver a casa a cambiarse la falda tableada gris y la rebequita azul marino del uniforme.

En mi defensa debo aclarar que mi abuela me había regalado unas botas de agua rojas que pedían a gritos ser estrenadas.  Y, conociéndome como me conozco ahora, cualquier otra cosa que no fuera hundirlas hasta las rodillas en aquel charco, que parecía puesto en mi camino para eso, debió parecerme inconcebible.

.

Si una escucha charcos, lo primero que le viene a la cabeza es lluvia. Y no una lluvia cualquiera, no. Esa lluvia que lleva meses aguardando y se desata sin avisar y sin que pueda una hacer otra cosa que resguardarse de ella. Esa lluvia que, con suerte, te pilla bajo techo, y sin ella, consigue que acabes calada hasta los huesos.

Pero normalmente los charcos no son fruto únicamente de la lluvia. La lluvia puede calarte, es cierto. Como puede inundar los patios de las casas, provocar atascos y echar a perder cosechas.  Pero si algo sabe hacer la lluvia es fluir. Correr, incluso, que se las pela si pilla una cuesta abajo, arrastrando a su paso colillas, hojas secas y pises de perro.

No. los charcos no son, definitivamente, fruto únicamente de la lluvia.

Necesitan de la lluvia los charcos, sí, pero también del descuido de quienes deberían haber mantenido las calles en condiciones. De quienes deberían haberse asegurado de que las alcantarillas no estén obstruidas y el firme no tenga socavones. En una calzada bien cuidada, los charcos rara vez se forman y, si lo hacen, apenas dan para cubrir la suela de unos zapatos planos. Son tan poco tentadores esos charcos que una ni siquiera se molesta en evitarlos. Los pisa y a otra cosa. Los pisa y entra dejando huellas en la cafetería de siempre a pedir lo de todos los días -solo, zumo y media con tomate y aceite-. Los pisa a sabiendas de que nadie se dará cuenta y, si se dan, nadie le dará importancia. La lluvia, ya se sabe.

Los charcos de verdad, ésos en los que hundes el pie hasta el tobillo, no tienen medias tintas. O los evitas o te metes. No hay más. Es imposible meterte y no. Igual que es imposible meterte y no acabar con los calcetines empapados y las perneras de los vaqueros chorreando.

Y podría ocurrir, es cierto, si una va distraída pensando en que tiene que pagar el alquiler o en que debería pasar por el súper a la vuelta del curro, que acabe metiendo el pie en uno de esos charcos sin querer. Y tenga que correr luego al baño a quitarse los calcetines y a secarse como pueda las perneras de los pantalones. Pobre. Y a partir de entonces se prometerá a sí misma mirar bien por dónde va, especialmente los días de lluvia.

Y luego estamos las que vemos un charco y nos pueden las ganas de meternos en él hasta las rodillas. Y lo hacemos. Como quien se lanza en bomba a la piscina en una mañana de agosto. Porque los charcos nos siguen pareciendo demasiado tentadores como para esquivarlos. Y porque si algo tienes claro, como que la lluvia moja, es que morirte te vas a morir igual. Seca o empapada.

Y quizá por eso, ante la posibilidad de elegir, elegimos hacer aquello que deseamos.

 

‘Y si te llevo por un camino equivocado, es porque tú así me lo has pedido desde el principio’ 

(Armenia, Henrik Nordbrandt)

 

A orillas del Mersey el amanecer es blanco y negro. Apoyados en el malecón observamos en silencio cómo la marea baja deja al descubierto enormes planchas de piedra cubiertas de algas muertas y de gaviotas en busca de pequeños moluscos enredados en ellas.

Luego echamos a andar sin prisa ni rumbo fijo, guiados por los bolardos que delimitan la zona de paseo invitando, con sus advertencias, a mirar hacia abajo.

Cuidado: aguas profundas y caídas a gran altura. No pasar de este punto. 

Pero mi vista se pierde un poco antes, en los cientos de candados atrapados a lo largo de las tres hileras de pesados eslabones de hierro que los unen. Promesas de amor eterno, ofrendas de fidelidad, recuerdos oxidados de lo que algún día debió ser hermoso y puro.

Cuántas de ellas se habrán cumplido. Cuántos de los corazones atracados en aquel muelle habrán sobrevivido al salitre que flota en el aire, a la lluvia cayendo como agujas, a los excrementos de gaviota que todo lo corroen.

Y vuelvo a fijarme en la señal de peligro.

Cuidado: aguas profundas y caídas a gran altura.

No

            pasar

                                 de

                                                  este

                                                                     punto. 

¡A buenas horas!, me sermoneo a mí misma. Como si la culpa fuera mía por no haber sabido leer tus señales. Por haberme dejado llevar por el camino equivocado.

Me detengo, saco mi móvil y tiro un puñado de fotos grises que me recuerden que una vez más, una más, he cogido un avión para que me rompas el corazón en una cama. 

Y mientras te observo caminar sin prisa ni rumbo fijo, dejándonos al mar y a mí a tus espaldas, como siempre haces, siento la imperiosa necesidad de estar sola.

O quizá simplemente de alejarme de ti

de una vez por todas.

Como el vagabundo que tiene su banco en el parque, tuve yo mi sitio en tu cama.

¿Me abrazas?, pregunto casi en un susurro a la chica morena y llena de tatuajes que duerme a mi derecha, en el lado de Nacho. Y según lo digo, noto cómo mi voz se la traga la noche, el borboteo de la fuente de los gatos, los ronquidos de Sombra en la camita del rascador.

Tumbada bocarriba, con un brazo sobre la frente y el otro sobre la barriga, sonrío. No insistas, me digo. Insiste, me digo también. El no ya lo tienes.

¿Me abrazas?, pregunto de nuevo, levantando levemente el tono y dándole golpecitos en el hombro con el dedo índice.

En la habitación de al lado, tapada hasta las orejas porque aunque sea verano no deja de tener 14 años y un miedo feroz a que los monstruos de las películas que ve durante el día vayan a buscarla cuando apague la luz, Paula duerme desde hace un par de horas.

¿Qué?, responde ella con voz de dormida girándose ligeramente hacia mí.

Que si me abrazas, le digo, bajando el tono de nuevo ahora que sé que me escucha.

Y me viene a la mente la última vez que le pedí a un amigo que me abrazara en la cama. Cómo su mano acabó sobre mi pecho y más tarde entre mis piernas. Cómo se las apañó para hacerme sentir responsable de su mano a la mañana siguiente. Y cómo todo lo que habíamos construido durante años, todo eso que me hacía sentir tan bien, tan a salvo, se rompió en mil pedazos en apenas una noche. Una noche en que lo único que necesitaba era que alguien me abrazara mientras dormía la borrachera.

Claro que sí, me dice mientras se termina de girar.

Y la chica morena y llena de tatuajes que duerme a mi lado en camiseta y pantalón de pijama, se gira y me abraza. Y aunque no lo hace como a mí me gustaría, pegada a mis bragas como una calcomanía, su brazo sobre mi cintura consigue que deje de dar vueltas en la cama. Y me quedo dormida mientras su mano me acaricia lentamente por encima de la camiseta, en esa cuarta que queda entre mi pecho y mi ombligo.

Y me pregunto si realmente es tan difícil entender que a veces una no quiera más que eso, un brazo cayendo sobre la cintura. Una mano que te acaricie como quien acaricia a un gato.

 

– Oye, que voy para casa, que al final no me quedo aquí a dormir.
– ¿Y eso?
– Porque se ha parado la otra máquina y no puedo arreglar la nuestra…
– … porque no se pueden quedar sin ninguna, claro.
– Eso es. Así que esta noche podemos salir a tomarnos la cervecita.
– Vale. ¿Recoges tú a D. del tenis?
– Yo no sé si voy a llegar para cuando él salga.
– Bueno, pues que se venga con J. como esta previsto.
– Venga, niña, en un par de horas estoy por allí, adiós.

Cosas que me gustan cuando viajo en coche:

1. Salir cuando aún es de noche y ver amanecer en carretera.
2. Las balas de heno diseminadas a lo largo de los campos recién segados.
3. Que me cuenten historias mientras conducen.
4. El amarillo vivo de las flores de colza, el intenso de los girasoles, el pálido del trigo maduro.
5. Los carteles que indican desvíos a pueblos con nombres raros.
6. Que haga frío fuera y el sol caliente el interior del coche.
7. Ese instante en que la lluvia enmudece al pasar bajo un puente, para volver a repiquetear sobre el parabrisas un segundo después.
8. Parar a tomar algo en un bar de carretera y curiosear los expositores buscando nombres de gente a la que quiero en llaveros y pulseras.
9. Descalzarme, estirar las piernas y apoyar los pies sobre la guantera (aun sabiendo que no debo hacerlo).
10. Toquetear el pelo del conductor.
11. Ver cómo cambia de color la tierra cuando el cielo se nubla de repente.
12. No llevar coches delante, mirar por el espejo retrovisor y que tampoco venga nadie detrás.
13. Esas amapolas que brotan aquí y allá casi a pie de carretera.
14. Pegar el móvil a la ventanilla y hacer fotos en movimiento.
15. Ver cómo asoma el mar a lo lejos cuando vas por carreteras de costa.
16. Comer mierdas por el camino (salvo chicles).
17. Las declaraciones de amor pintadas con spray en los bajos de los puentes.
18. Atravesar túneles de montaña, especialmente cuando no hay más coches a la vista.
19. Entrar en Cádiz por el puente Carranza, bajar la ventanilla y dejar que el olor a salitre inunde el coche.

Cosas que no me gustan, me ponen triste o me dan miedo cuando viajo en coche:

1. Ver animales muertos en el arcén.
2. Ver animales en el arcén y pensar que igual no están muertos.
3. Adelantar camiones.
4. Los ramos de flores, frescas o marchitas, atados a señales de tráfico y a cortamiedos.
5. El asfalto mojado.
6. No poder ir en el asiento del copiloto.
7. Llevar puesta la radio. La radio sólo la soporto, y porque no me queda otra, en los taxis.
8. Que los gorriones se queden parados en mitad de la autovía y parezca que los vamos a atropellar.
9. Las carreteras de montaña con curvas cerradas.
10. Cruzarme con camiones que transportan animales vivos.
11. Ver caballos pastando en los campos y darme cuenta de que están sujetos por una cuerda.
12. Guardar silencio cuando entra una llamada en el manos libres, recordándome que yo no debería estar ahí.
13. Las chumberas enfermas y las flores de pita.
14. Llevar puesto el GPS con sonido.
15. Cruzar el puente Carranza de vuelta a Sevilla.

Lo pensó dos veces y se marchó
como una frutilla su corazón

Y cuándo vas a hacer el helado, me pregunta Paula, que un rato antes ha estado lavando las más maduras y dejándolas sobre la tabla de mármol, junto al plátano. En una hora o asíPrimero tienen que enfriarse, le digo mientras, una a una, voy cortando todas las fresas. Asiente en silencio y, con esos dedos largos y finos que tan poco se parecen a los míos, roba un trozo de plátano antes de que pueda cerrar el tuper y meterlo en el congelador.

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Abro el vaso. Echo la nata, el azúcar, los trozos de fruta congelada.

Y el rugido de la Thermomix sirve para acallar esta coplilla que llevo silbando sin querer desde que compré la caja de fresas esta mañana.

‘gilipollas eres…, me digo por lo bajini cuando me doy cuenta.

Y en cuestión de segundos toda esta tristeza que he estado tratando de esquivar este último mes, brota de golpe.

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Y me consuelo pensando que, aunque yo no llegue a saberlo, también tú tendrás días en que hasta las fresas te hablen de mí.