«Hacer una pieza de cerámica consiste en coger un trozo de barro y transformarlo en otra cosa. El barro es el mismo, pero la cosa es distinta. Y eso es lo que nos pasa muchas veces a las personas. Que al principio somos de una manera, pero luego nos convertimos en otras. Que llevamos el mismo nombre y tenemos la misma cara, pero en realidad no somos los mismos» (Independencia, J. Cercas).
Saliendo de nuestro portal, a mano derecha, hay un callejón peatonal con 6 árboles de sombra, que en primavera ciegan las alcantarillas con sus flores amarillas y en otoño con hojas crujientes que arremolina el viento, y 4 farolas, de esas negras de hierro colado y luz tenue, pensada más para dar cobijo a los adolescentes que, arrumbados en el escalón que queda en el recoveco a mano izquierda, se reúnen allí para compartir besos, litros y porros, que en alumbrar el camino que lleva a lo que nosotros hemos acabado bautizando como la placita del cementerio. En realidad no hay tal placita, sólo un aparcamiento al aire libre que da a la tapia del antiguo cementerio, desalojado años atrás -a pesar de la placa que aún reza: vaticinare de ossibus istis / profetiza sobre estos huesos-, en el que una colonia de gatos romanos comparte los restos de comida que los vecinos les dejan con gaviotas y palomas. Y a la espalda del cementerio, el mar.
Cuando nos mudamos a este piso, el último de cinco plantas de uno de esos bloques de vivienda de alquiler social de los años 50, le pedí a Nacho una única cosa: que nunca, por mucho tiempo que, espero, vivamos aquí, diéramos el mar por sentado. Un año y (casi) ocho meses después, después de haber vaciado hasta la última caja, de haber colocado en orden alfabético de autor todos nuestros libros, de haber sacado esquejes del esqueje del tronco original, de haber elegido entre armarios y cortinas, de haber sido testigo de cómo Brow descubría lo que era mojarse las patas andando entre las piedras que la bajamar deja al descubierto, de haber visto cómo mi pelo empezaba a volverse blanco y mi ropa empezaba a quedárseme pequeña, de haber vuelto a leer, a leer de verdad, de haberme casado con un hombre que sabe dios cuánto debe quererme para haber llegado hasta aquí, hasta la persona que soy hoy, después de todo este tiempo, decía, yo sigo cumpliendo mi parte del trato. Sigo asombrándome cada vez que voy a la cocina y lo encuentro, al otro lado de la ventana, coloreando de azul el hueco que queda entre los edificios que hay frente al nuestro. Sonriendo como una idiota cuando cada sábado, al ir a tender, distingo las siluetas de las gaviotas planeando a lo lejos. Sobresaltándome cuando, en las noches de invierno, lo oigo tronar al otro lado del muro del cementerio, amenazando con anegar lo que pudiera quedar de santo en aquella tierra baldía.
Como si cupiese la posibilidad de que una mañana, al despertar e ir a ponerme el café, un nuevo bloque de pisos ocupase su lugar. Como si al subir a la azotea, con el cesto lleno de ropa descansando sobre la cadera, mirase hacia poniente esperando no encontrar una sola gaviota meciéndose en el cielo. Como si en esas madrugadas heladas de diciembre en las que me toca sacar a Brow, al llegar a la placita del cementerio temiese que en lugar de recibirme el acompasado rugido de las olas, lo hiciese el ensordecedor silencio de unos huesos que han olvidado que ése ya no es su hogar. Como si todo esto, el haber cerrado una etapa de mi vida en la que llevaba demasiado tiempo esforzándome por sentirme a gusto, el haber dejado atrás por fin una ciudad en la que nunca deshice del todo las maletas, el haberme desintoxicado de esa necesidad enfermiza de gustar a hombres que ni siquiera me gustaban a mí, no fuese mas que un sueño del que cualquier sonido -el tañido de las campanas de San José, el ladrido de los perros del vecino de enfrente- pudiera arrancarme.
Mientras tanto, la vida en Cádiz marca sus propias rutinas. Rutinas baratas, porque del piso original en el que nos hipotecamos a veinte años hace dos, sólo queda la puerta de la calle y un préstamo gigantesco con el que pagar la reforma que hicimos, hipoteca aparte. Porque Paula, con la que llevo dos años reconstruyendo, piedra a piedra, una relación que llegó a parecerme insalvable, se fue a estudiar a Granada. Porque nuestros animales, como nosotros, se han vuelto achacosos con la edad. Porque algún día llegaremos a mediados de mes sin que me quiten el sueño los recibos que aún quedan por pagar, sin calcular si podemos o no permitirnos esa caña en el chiringuito de abajo, sin ir a comprar buscando las etiquetas naranjas de oferta por pronta caducidad, pero para eso faltan aún más de cinco años.
Por suerte, nuestras rutinas aunque austeras, son bonitas. Nos ocupamos del mar. Nacho se ocupa del viento, yo de las mareas. Cuando la bajamar coincide con una hora en la que puedo pasear sin temer al sol, aprovecho para recoger regalos diminutos que las olas me dejan en la orilla: pequeñas caracolas rotas que alguna vez fueron la casa de alguien, conchas minúsculas y rosadas con forma de delicado pezón, cristales que cubren toda la gama cromática entre el azul y el verde, redondeados durante años por el vaivén del Atlántico, trocitos malvas de caparazones de erizos, restos de vieras que juntos forman un puzzle precioso y abstracto, o piedras que por un motivo u otro -el dibujo de sus vetas o la forma que les ha dado el propio rodar sobre sí mismas- llaman mi atención. Cuando no sopla viento, o el que sopla viene del horizonte, cogemos sillas, sombrilla, libros y toallas, porque nunca se sabe, y echamos un par de horas leyendo, saltando olas u observando cómo las gaviotas campan a sus anchas una vez que la gente, agotada de playa, recoge sus trastos dejando atrás restos de bocadillos, gusanitos caídos en la arena y patatas fritas demasiado desmenuzadas para llevárselas a la boca. Los fines de semana subimos a la azotea a tender lavadoras, leemos tirados en el sofá los libros que hayamos sacado de la biblioteca, hacemos lista de la compra o vamos a casa de mis padres y volvemos con un botín que puede o no contener una botella de aceite, verdura fresca, uno o dos suplementos culturales que mi padre nos ha guardado, y alguna otra cosa con la que mi madre tenga a bien sorprendernos. Los domingos compramos churros para dos en el centro Cántabro que hay al lado del Covirán y nos los comemos, invariablemente, con ansia al principio y con fatiga al final. Y a veces, cuando juega el Cádiz, bajamos a verlo al bar del hotel de enfrente, el mismo en el que hace algunas vidas la mujer que ya no soy pasó una noche con A. y, tal vez, incluso se asomó a alguna de las ventanas que hoy veo desde la mía, ocupada ahora por un hombre que se asoma a fumar, por una pareja que va de la cama a la ducha, por una empleada que abre para ventilar y cambiar las sábanas.
Y no hay día en que no sea consciente de lo afortunada que soy por todas estas cosas. Porque las personas a las que quiero, a las que quiero de verdad, hayan permanecido a mi lado sin atosigar ni pedirme cuentas por las ausencias pasadas, los desplantes, los engaños. Dándome tiempo para que ese mar que me he propuesto no dar por sentado haya hecho conmigo lo que hace con las botellas rotas y, a base de contemplarlo cada tarde desde la ventana de la cocina más bonita del mundo, con su suelo lleno de estrellas verdes y su mesita para dos, hubiera ido redondeando cada complejo, puliendo cada pensamiento autodestructivo, ayudándome a mirarme al trasluz con otros ojos, menos duros, a aprender a perdonarme.
Aún es de noche cuando me pongo los vaqueros, la sudadera, le pongo a Brow la correa y el bozal y giramos a mano derecha hacia la placita del cementerio. Las farolas nos guían con su luz amarilla y vamos dejando atrás un árbol tras otro hasta llegar a seis. Bajo el último de ellos, descansa un gato, el blanco y negro cabezón con sólo medio rabo. Sigue a Brow con la vista sin hacer amago de moverse, como si supiese distinguir qué perro supone una amenaza y cuál no. Brow no lo ve a él. Mejor, pienso. Regresamos a casa despacio, desandando el camino, contando los árboles hacia atrás: 6, 5, 4, 3, 2, 1. Al llegar al último, o al primero, según se mire, las farolas se apagan. A lo lejos, el rumor del mar. Presente, parece decir.
Y amanece.